No hace falta ser un experto en geología para saber que Japón es una de las zonas sísmicas más inestables e imprevisibles del planeta; de hecho, las pocas noticias que nos llegan desde allí suelen estar relacionadas con catástrofes naturales. Por ejemplo, en 1923 hubo en Tokio un terremoto de 7’8 grados Richter que se cobró la vida de más de 100.000 personas, y más recientemente, en 1995, hubo uno en Kobe de 6’8 grados Richter que destrozó toda la ciudad y mató a 5.000 de sus habitantes.
Ferran Vargas
Por otro lado, también es bien sabido que el país nipón sufre la superpoblación más espectacular del mundo: su número de habitantes casi llegó a duplicarse durante la segunda mitad del siglo pasado, y actualmente se concentran en unas dimensiones más o menos equivalentes a las ¾ partes del territorio del Estado español unos 128 millones de personas (336 hab/km2). Además, el 70% del terreno es montañoso y el 15% es de cultivo, lo cual obliga a una mayor concentración urbana. Teniendo en cuenta estos datos puede sorprendernos, y por supuesto indignarnos, el hecho de que Japón conviva además con otro tipo de superpoblación: la nuclear; y es que a lo largo del archipiélago se esparcen más de cincuenta plantas nucleares en operación, un par en construcción y una docena más están planificadas para los próximos años. Todos estos factores son los ingredientes que han conducido a una situación de alarma sin precedentes.
El 11 de marzo del 2011 será recordado como el día en que Japón sufrió el terremoto más grande de su historia, un temblor de 9 grados Richter seguido por un tsunami que arrasó 5km de costa en el noreste de la isla de Honshu, la principal del país. Antes de este terremoto se hablaba muy a menudo en los medios de comunicación occidentales sobre la impecable precaución de los japoneses contra los efectos de un terremoto: arquitectura e ingeniería especialmente preparadas, medidas altamente desarrolladas, una pedagogía y cultura acostumbradas, un ejército entrenado para la ocasión, etc. Y está claro que, aunque nadie estaba preparado para un seísmo de semejantes dimensiones, gracias a todas estas precauciones que facilita una economía del ‘primer mundo’ (recordemos la distinta suerte que sufrieron recientemente países como Haití o Indonesia, cuyos medios infinitamente inferiores apenas minimizaron los daños), seguramente se habrá evitado algo que podría haber sido aún peor, si cabe. No obstante, de lo que no se hablaba tanto antes del 11 de marzo era de la gran paradoja, del gran interrogante que ahora ha irrumpido sin previo aviso y tan violentamente en escena: ¿De qué sirven todas estas precauciones si luego hemos de hacer frente al peligroso polvorín de las nucleares? ¿De qué sirve que la humanidad luche contra las inclemencias de la naturaleza para luego crear inclemencias mucho más severas y peligrosas?
Este tipo de interrogantes se han despertado más que nunca en un momento en que, ya borroso el recuerdo de Chernóbil, la energía nuclear estaba en auge y parecía tener un futuro asegurado y armonioso. En un momento en que no había ninguna voz política suficientemente fuerte como para lanzar este interrogante a las portadas de los periódicos, un gran terremoto se ha encargado de ello de forma dramática. Y es que justo después del seísmo, once centrales nucleares se vieron afectadas y detuvieron su actividad automáticamente; tres de ellas (Fukushima, Onagawa y Tokai) se declararon en estado de alarma por fallos en sus respectivos sistemas durante las siguientes horas. El caso más grave se ha dado en Fukushima, la primera central nuclear hecha en Japón. Ésta se estableció durante la década de 1970 en la región de Hamadori, la zona minera más grande del país, empobrecida en esos años por el desuso del carbón a favor del petróleo y los consecuentes despidos progresivos –no hace falta decir que se aprovechó la situación desesperada de los habitantes para presentar la planta de Fukushima como la salvadora de todos los males de la región. Siguiendo la ciencia más ortodoxamente empírica, el recinto se construyó teniendo en cuenta el grado máximo registrado al que había llegado un terremoto en esa zona: 7’5 Richter aproximadamente. Y el terremoto que ahora ha asolado la zona ha sido, como hemos dicho, de 9 grados.
Aunque las autoridades japonesas han tratado desde un primer momento de quitar hierro al asunto asegurando que la situación estaba controlada, lo cierto es que los mecanismos de seguridad de la planta fueron fallando uno tras otro a raíz del tsunami, llegando a emitir grandes cantidades de radiación al exterior. Sólo cuando la gravedad de la situación era ya una evidencia según la mayoría de informaciones internacionales, las autoridades japonesas decidieron declarar ‘situación de emergencia nuclear’ de nivel 4 (accidente con consecuencias a nivel local), se dispusieron a evacuar a las 210.000 personas que habitaban en las inmediaciones y aconsejaron no salir de casa ni encender el aire acondicionado en un perímetro de 30km –medidas ridículas, teniendo en cuenta la potencialidad de la catástrofe. El portavoz del Gobierno, Yukio Edano, seguía hablando de una situación controlada, y la información proporcionada a la población no sólo era mínima, sino también edulcorada. Más allá de la ‘disciplina’ nipona, alabada por todos los medios de comunicación internacionales durante estos días, y recurrida por los políticos japoneses juntamente con el espíritu nacional, la relativa ‘calma’ que han guardado los ciudadanos nipones no se debe sólo a su idiosincrasia sino también, y en gran medida, a una considerable deficiencia informativa.
Sería un error fiarse ciegamente de las informaciones que puedan surgir de un sistema político con tan poca calidad democrática como el japonés, tan profundamente hermético y salpicado por la corrupción. La brusca transición del feudalismo al capitalismo y la deficiente transición política tras la Segunda Guerra Mundial debido a los intereses contra la URSS en la zona, entre otras causas, han impedido romper ciertos lazos feudales y hay quien habla de ‘aristocracia política’ para referirse al sistema japones. En primer lugar, hay que tener en cuenta que una gran parte de los parlamentarios son hijos, nietos o bisnietos de antiguos políticos. Y casi todos los gobernantes que han pasado por el puesto de primer ministro eran herederos de anteriores altos cargos (en Japón se los conoce como botchan, literalmente ‘hijos de los ricos’): el anterior primer ministro, Yukio Hatoyama, era bisnieto de un antiguo portavoz del Parlamento y más tarde ministro de exteriores, y nieto de un primer ministro que gobernó tres legislaturas (además, la familia Hatoyama es la fundadora de la compañía de neumáticos Bridgestone); Yukio Hatoyama sucedió en el cargo a Taro Aso, nieto de un primer ministro que gobernó dos legislaturas; a su vez, Taro Aso sucedió en el cargo a Yasuo Fukuda, hijo de un antiguo primer ministro; el anterior primer ministro, Shinzo Abe, era hijo de un político que ocupó tres ministerios y nieto de un político condenado por crímenes de guerra; el predecesor de Abe, el extravagante Junichiro Koizumi, era también hijo y nieto de antiguos altos cargos. Y así sucesivamente.
En segundo lugar, a esta peculiar característica de la política japonesa hay que sumarle otra no menos importante para su definición de aristocracia: el Partido Liberal Demócrata (PLD o Jimintô), de derecha liberal, se ha mantenido en el poder desde 1955 hasta 2009 (con una anecdótica interrupción de once meses en 1993), y el nuevo partido en el poder, el Partido Democrático de Japón (PDJ o Minshutô) es una coalición dominada por el Partido Demócrata, una escisión del PLD. En tercer lugar, un elemento que llama la atención y que es sintomático de la opacidad política nipona, es el hecho de que el actual emperador de la dinastía más antigua del mundo (unos 2.000 años ininterrumpidos), hijo de Hiroito (quien condujo a su país a la Segunda Guerra Mundial impunemente), haya hecho a raíz de la actual catástrofe sísmica y nuclear el primer discurso televisado en 22 años. Si bien es cierto que el simple hecho de combinar monarquía con democracia ya resulta muy cuestionable, que encima el monarca no se esfuerce en legitimar su papel mediante la aparición en público resulta sorprendente.
Por otro lado, el sistema japonés cuenta también con un elemento característico destacable: la íntima relación entre capital y política. Es cierto que esta relación se da en todo Estado capitalista, pero en Japón esto es más exagerado que en cualquier otro lugar. Allí la economía está dominada por los keiretsu, conglomerados de grandes empresas formados cada uno alrededor de un banco importante. Este modelo casi monopolístico fue impulsado por el PLD desde la posguerra y fue uno de los causantes más importantes del ‘milagro japonés’ en economía. Actualmente los keiretsu mantienen un contacto muy estrecho con los políticos, y reciben favores y privilegios económicos incondicionales por parte de éstos. Este modelo también incluye el fenómeno del amakudari (literalmente ‘descender del cielo’): casi todos los altos cargos políticos y burocráticos se retiran y son nombrados para un puesto importante en una compañía privada (‘cielo’ se refiere a los altos escalafones políticos y ‘tierra’ se refiere a las empresas privadas); los excargos públicos pueden conspirar con sus antiguos colegas para ayudar a sus nuevos empleadores a tener contratos gubernamentales seguros, evitar inspecciones regulares y tener un trato preferencial por parte de la burocracia. Estamos hablando prácticamente de un sistema de corrupción institucionalizada, y esto ha conducido a infinitud de escándalos, con continuas dimisiones y hasta detenciones de políticos.
Hace poco, Wikileaks ha desvelado que un político del PLD, Taro Kono, informó a Estados Unidos de que el Ministerio de Economía, Comercio e Industria de su país, y concretamente el responsable de la energía nuclear, minimizaba y encubría problemas asociados a dicha industria. En 1995, por ejemplo, se dio un accidente en la planta nuclear de Monju y por lo visto la compañía eléctrica estuvo utilizando MOX (una mezcla de combustible plutonio-uranio usado, muy dañina para la salud) para reprocesar la energía de la central. Uno de los reactores de Fukushima funciona también con MOX.
Kono desveló también que había pactado una entrevista de tres capítulos en un canal de televisión nipón para hablar de estos asuntos pero que se canceló después del primer capítulo, ya que las empresas eléctricas amenazaron con retirar la publicidad. También manifestó a los diplomáticos norteamericanos su inquietud por lo inseguro de la energía nuclear en un territorio de tan amplia actividad sísmica y abundantes aguas subterráneas, pero también denunció cómo la política japonesa supone un problema fundamental por la corrupción institucionalizada de la que hablábamos más arriba. Finalmente cabe destacar que Kono se quejó también del freno al desarrollo de las energías alternativas en su país, que tiene redes inutilizadas con la excusa de estar reservadas para situaciones de emergencia no especificadas y cuya política de ayudas a la energía alternativa es de tan corto plazo que desincentiva a los inversores.
Otro dato a tener en cuenta, también proporcionado por Wikileaks, es que en 2008 el Organismo Internacional de la Energía Atómica dio un toque de atención a Japón por haber revisado sus guías de seguridad contra seísmos sólo tres veces en 35 años, insistiendo en que “recientes seísmos han sobrepasado en algunos casos el diseño con que fueron construidas algunas plantas y esto es un serio problema hacia el que ha de dirigirse ahora el trabajo sobre seguridad”. Estos ‘recientes seísmos’ aludían a un terremoto que en 2007 dañó la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa, la más grande del mundo. En aquella ocasión, el propio Gobierno reconoció que la compañía eléctrica Tepco, propietaria de la central (y propietaria también de la central de Fukushima), había informado de forma lenta y poco rigurosa sobre los verdaderos daños. Además hace poco se descubrió que Tepco, la compañía eléctrica más grande de Japón y tercera más grande del mundo, ha estado falsificando decenas de informes sobre seguridad nuclear desde la década de 1980, un escándalo que ha llegado hasta los juzgados.
Teniendo en cuenta este panorama, no son pocos los japoneses que ahora, con razón, han desconfiado de lo ‘controlado’ de la situación y están huyendo a otras regiones del país y del mundo. Esta desconfianza ha crecido todavía más con la información procedente de fuentes internacionales: la Autoridad de Seguridad Nuclear francesa afirmaba casi desde el principio que la alerta nuclear en Fukushima no era de nivel 4, sino de nivel 6 (accidente grave); casi todos los estados del mundo recomendaban desde un primer momento no viajar a Japón y muchos recomendaban abandonar inmediatamente el país; el secretario general de la energía de la Unión Europea afirmaba que “todo está prácticamente fuera de control” y calificaba de ‘apocalíptica’ la situación; al Organismo Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas le ha costado, pero finalmente ha advertido de la gravedad de la situación (su presidente, el japonés Amano Yukuya, se ha quejado de la falta de comunicación del gobierno de su país); a Estados Unidos también le ha costado, pero ha terminado reconociendo que la radiación es ‘extremadamente alta’; muchos científicos expertos en energía nuclear han advertido que Fukushima es un Chernovil a cámara lenta. Respecto a esta última advertencia, esperemos que acabe errando, pero el simple hecho de que exista tal potencialidad ya es muy preocupante. De hecho, si bien Chernovil fue una explosión repentina gravísima, no es descabellado considerar la posibilidad de que Fukushima pueda convertirse en una situación aún peor, aun siendo más lenta. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que es la primera vez que se ven afectados varios reactores nucleares al mismo tiempo. Y en segundo lugar, y tal vez lo más importante, la central de Fukushima se encuentra en la zona más poblada del mundo: Tokio está a 250km, y los 35 millones de personas que la habitan es una cantidad imposible de evacuar, sería como evacuar a casi todos los habitantes del Estado español; además, no olvidemos que Japón es un archipiélago, y por lo tanto un territorio aislado.
Junto a todo esto, y aunque se logre solventar el problema, hay que tener en cuenta las consecuencias que acarrea esta catástrofe. Japón está inmersa en una profunda recesión desde principios de la década de 1990, cuyo detonante fue la baburu keiki, la burbuja financiera e inmobiliaria. Tal era el tamaño de la burbuja provocada por la compra masiva de terreno por parte de los bancos, que durante esa época el valor de los bienes inmuebles japoneses constituía el 20% de la riqueza mundial, un valor equivalente a cinco veces el territorio total de Estados Unidos. El Gobierno trató entonces de minimizar el ascenso espectacular del paro financiando obras públicas, y redujo impuestos para incentivar el consumo. Estas medidas no fueron suficientes para salir de la recesión, y ahora el Estado tiene una deuda interna del 200% del PIB (entre otras cosas porque se ha endeudado para pagar las deudas anteriores, que vencían en plazos bastante cortos), la más alta de los países industrializados. El método empleado ahora con más fuerza es la privatización y los recortes del sector público para reducir el déficit, y el Gobierno no parece muy dispuesto a financiar públicamente la reconstrucción de la zona afectada por el terremoto, si bien está inyectando cantidades récord de dinero en el mercado para mejorar la liquidez y que no se desplome el Nikei.
Además, a esta crisis económica no ayuda nada el estado estrictamente político: cinco primeros ministros en seis años. El actual, Naoto Kan, no pertenece a ninguna dinastía política hereditaria, lo cual es casi inédito, y fue un militante ecologista y pacifista durante la década de 1970. No obstante, su liderazgo es muy flojo, sigue aplicando medidas liberales, no se opone directamente a la energía nuclear, se enfrenta a una estrategia durísima de acoso y derribo por parte del PLD (la agresividad es tal que, justo después del tsunami, el gobernador de Tokio, del PLD, tachó la catástrofe de ‘castigo divino’ contra la oposición) y su popularidad estaba justo antes de la catástrofe a sólo un 20%. Es probable que la situación actual la aproveche el Partido Comunista de Japón, el partido comunista más votado del mundo; éste está creciendo a un ritmo bastante espectacular desde los últimos años, consiguiendo varios diputados en ambas cámaras y una cantidad considerable de alcaldías en todo Japón. Esperemos que la izquierda japonesa critique ahora con más fuerza que nunca el insostenible sistema de su país, y luche para cambiarlo como lo hizo durante su década revolucionaria en 1960.
FUENTE: Rebelión
FOTO: Internet