de animal ni policía,
y no le asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.
Caramba y zamba la cosa,
¡que viva la astronomía!”
(Violeta Parra)
Claudia Rafael
(Ape).- Los jóvenes en las calles sacuden al mundo. Inquietan. Conmueven. Llenan de interrogantes. Despiertan miedos al tiempo que van tajeando con libertades nacientes las grietas del sistema. Destrozan certezas con su paso danzante mientras rappean no tengo mucha plata pero tengo cobre aquí se baila como bailan los pobres. Echan luz con el desparpajo de los años sobre el camino calcificado por adultos que tejieron un mundo que desprecian.
Hoy es Chile como ayer y mañana Francia, Túnez, Inglaterra, Libia, Egipto o Puerto Rico. La vida es hoy. El futuro llegó a mí. Es subirse al puente de la insurrección o quedarse a esperar que la vida transcurra.
Chile sigue ofreciéndose –en tiempos de promesas electorales- como el lugar paradisíaco de destino. El espejo en el que quieren que nos reflejemos como utopía trasandina. Las últimas previsiones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial sitúan el crecimiento económico de Chile próximo al 6%. E indican además que “el país seguirá a la cabeza en PIB (Producto Bruto Interno) en Sudamérica hasta al menos 2014. Su posicionamiento se mantendría hasta 2014, cuando su PIB per cápita alcanzaría a US$ 18.659”.
Andrés Zahler Torres, investigador y profesor del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales, de Santiago publicó en la web del Centro de Investigación e Información Periodística (Ciper) que “el 10% de los chilenos tiene ingresos promedio que superan los de Noruega, mientras que los ingresos del 10% más pobre son similares a los de los habitantes Costa de Marfil. La gran mayoría tiene, en promedio, menos ingresos que los angoleños. Pese a que el PIB de Chile superó los 200.000 millones de dólares el año pasado, los niveles de desigualdad demuestran que no basta con el crecimiento para alcanzar el desarrollo”.
En detalle plantea: “El 10% más rico de los chilenos vive de hecho como en un país muy rico. El ingreso promedio de este grupo (más de $60.000 dólares per cápita, en términos comparables) es superior al promedio de Estados Unidos, Singapur y Noruega. El segundo grupo vive levemente mejor que Hungría, con ingresos similares a Eslovaquia y Croacia, países de ingreso medio-alto. Este 20% es el Chile que vive bien o muy bien”.
Pero qué pasa con el otro Chile. El de cobre y mineral que suda en las minas y se desangra sin techos ni libros entre las manos. “El tercer 10% de la población vive como el promedio de Argentina y México. El cuarto grupo como Kazajstán. Todavía nos queda el 60% de la población. Allí nos encontramos con ingresos equivalentes al de Perú en el 5º grupo; similar a El Salvador en el 6º grupo; Angola en el grupo 7; Bután y Sri Lanka en el 8º; similar a la República del Congo (9º); y, finalmente, similar a Costa de Marfil en el 10º grupo. En la práctica, el 60 % del país vive con ingresos promedio peores que Angola”.
Que los jóvenes estudiantes salgan a las calles y arremetan con su rebeldía descarnada, que griten que quieren hoy su porción de futuro y no en un mañana inasible y lejano, nació de semillas que fueron asomando desde las entrañas de la tierra.
“Le digo a los magallánicos que no hay nada que temer, porque hay buenas razones para que el precio del gas, que es un elemento tan vital en una región que tiene tantas dificultades y frío, se mantenga en condiciones más favorables para la gente de Magallanes que para el resto del país”. Así les había hablado a fines de 2010 Sebastián Piñera a los pobladores que en 2009 le habían entregado el 55 % de sus votos.
Tres meses más tarde les anunció que las tarifas para la distribución del hidrocarburo aumentarían en un 16.8 %. Apenas unas horas bastaron para que los magallánicos llenaran los caminos de rebelión y de rabia.
En mayo los chilenos salieron a las calles a rechazar la construcción de HidroAysén: cinco centrales hidroeléctricas en el sur de Chile con impacto directo en la naturaleza y en las comunidades.
Hoy son los jóvenes los que toman los espacios públicos dispuestos a redoblar la apuesta. Sus voces se adueñan de veredas y calles con su utopía de humanidad: educación gratuita, re-nacionalización del cobre y la caducidad de la constitución que Pinochet perpetró en 1980.
Carabineros pertrechados para la guerra, gases lacrimógenos, tanquetas de batalla militar, 10, 36, 150, 500, 800 jóvenes engullidos como trofeos.
Lluvia de represión que ellos responden con pancartas que claman “agitá tus alas y habrás ganado el derecho a volar. No es sólo elevarte al cielo sino también traer el cielo a tu interior”. Interpelan. Cuestionan. Exigen.
A miles de kilómetros de distancia, meses atrás los jóvenes franceses habían gritado a su vez “no queremos que nuestros padres se mueran trabajando, y nosotros no nos queremos secar bajo el sol buscando casa y trabajo”.
Derriban certezas al sistema. “Estamos hartos del cinismo, de la arrogancia del gobierno, de las injusticias permanentes, de ver cómo hacia arriba se viola la ley y hacia abajo nos ponen presos por cualquier insignificancia”, decían.
40.000 estudiantes y docentes ingleses a fines de 2010 rugían “¡Impuestos a los ricos, no a los estudiantes! ¡La educación es un derecho! ¡Que la crisis la paguen los capitalistas no los estudiantes! ¡Universidad para todos! ¡Educación gratuita, ya!”.
Indignados. Rebeldes. Utópicos. Destructores de un presente de inequidades. “Nos habéis quitado demasiado, ahora lo queremos todo”, vociferaron los jóvenes italianos ante los aumentos a las cuotas educativas.
La prosperidad capitalista deja demasiados heridos. Cicatrices que no cierran. Lujos que tienen contracaras de violencia. Una violencia que desnuda hambrientos, desposeídos, saqueados.
Jóvenes aquí y allá lanzan su insurrección al viento. Se alzan, ganados por la desilusión y el hastío de un mundo que no eligieron. Que sienten que no les pertenece. Que es necesario destruir y sabotear para empezar de nuevo.
Desprecian un sistema vetusto y exclusor. No quieren etiquetas. Desean sacudirse las telarañas que la historia les asestó, que sedujo a otros jóvenes como ellos para prometerles paraísos vacíos.
Ellos nacieron a la vida en un país que despreció la vida con cementos y estadios opresores. Bebieron de esa miel amarga de un sistema que no lanzó por ellos cohetes y serpentinas. Deglutieron los venenos de la inequidad.
Y hoy asoman sus cuerpos con la certeza de que cada corazón es una célula revolucionaria. Que hay que sacudir el sopor del aplastamiento. Y con la convicción de que apenas son la mecha que –el tiempo lo dirá- podrá encender la historia.