Dice al autor que el cumplimiento de la agenda de octubre es una asignatura pendiente, los recientes conflictos en torno al denominado gasolinazo y la VIII Gran Marcha indígena por la defensa del Tipnis interpelan el corazón de las políticas de Evo Morales que, en vez de avanzar en la nacionalización e industrialización de los hidrocarburos y otros recursos estratégicos del país, han dado impulso a un nuevo ciclo extractivista.
Bolivia es un país exportador neto de recursos naturales. Bajo diversas formas despacha al mundo energía, gas natural y petróleo, minerales, maderas, biodiversidad y alimentos sin procesar. La extracción de la mayor parte de estos productos tiene incorporada el uso de un recurso imprescindible (pero escaso) para la vida como es el agua, algunos, como la minería no pueden darse sin su excesivo consumo. Cada proceso extractivo conlleva, además, un conjunto de deshechos y contaminación habitualmente irreversibles que los compradores de estas materias primas no pagan. Qué decir del trabajo infrahumano de, por ejemplo, los pequeños mineros, que cuesta muy poco a quienes finalmente lo consumen.
Lo que algunos llaman “la maldición de los recursos naturales”, un fenómeno pretendidamente endógeno donde conviven grandes fuentes de materias primas y masiva pobreza, generalmente asociado a gobiernos déspotas y corruptos que no redistribuyen la riqueza, revela la incomprensión que todavía persiste de las relaciones de desigualdad capitalista acentuadas en los últimos 30 años por la excesiva concentración de capital y poder a escala global en un puñado de transnacionales. La historia reciente de Bolivia demuestra que no existe tal fatalidad y que la dependencia es resultado de la imposición de fuerzas externas, es decir, es una dependencia inducida.
LA MALDICIÓN DE LAS EXPORTACIONES
Un breve repaso a las estadísticas nacionales revela que las exportaciones se han incrementado sostenidamente en los últimos 20 años. Este incremento genera un balance comercial positivo poco frecuente en la historia económica del país, donde usualmente importamos productos manufacturados e industriales que superan con creces el valor de las exportaciones de materias primas [1].
Las cifras generales del último periodo pueden, sin embargo, ser engañosas. Si examinamos la composición de las exportaciones, es evidente que los productos tradicionales (recursos energéticos y minerales) acaparan las exportaciones: se ha profundizado el carácter primario exportador de la economía boliviana.
¿Cuáles son los principales efectos? En primer lugar, se profundiza la dependencia hacia las importaciones de productos manufacturados y bienes de capital que el país no produce. La situación ha empeorado en los últimos años debido a que la economía boliviana se ha primarizado aún más. Otra consecuencia de haber incrementado las exportaciones de recursos naturales es que se ha alterado la estructura productiva nacional que cada vez responde más a las demandas internacionales antes que a las internas, como resultado de ello, la satisfacción de la demanda interna en materia energética y alimentaria, por ejemplo, dependen en extremo de las importaciones; lo que significa que el estado boliviano, pero también la población consumidora, es más dependiente gracias a este modelo.
El país es uno de los mayores productores de gas natural de Sudamérica, pero no puede abastecer la demanda interna, industrial, ni domiciliaria de este hidrocarburo, pues ha suscrito contratos que le obligan a despachar casi todo lo producido a Brasil y Argentina (de donde provienen las mayores productoras Petrobas y Repsol YPF), es más, si decidiera incrementar el consumo interno no contaría siquiera con la infraestructura necesaria pues la que existe solo se orienta a la exportación y se halla muy distante o desconectada de las principales ciudades.
Como resultado de la política de exportaciones masivas de gas natural, las empresas petroleras han privilegiado la explotación de éste y desatendido la producción de petróleo y sus derivados que son, hasta ahora, la base de la matriz energética de Bolivia. La consecuencia de este modelo es que el estado debe importar derivados de petróleo, retornando a una situación de inseguridad energética superada hace ya más de 50 años, al poco tiempo de fundarse la petrolera estatal YPFB. La profundización de la pobreza energética es la otra cara de esta moneda en un contexto donde todavía 673.639 hogares rurales (equivalente a un tercio de la población de Bolivia) cocinan sus alimentos con leña, bosta u otros combustibles no fósiles.
El agravante de estas importaciones es que con el incremento del precio internacional del petróleo los costos son cada vez más altos para el erario público. La situación es tan extrema que en el primer trimestre de 2011 los gastos por importación de derivados de petróleo representaron alrededor del 80 por ciento de los ingresos que por renta hidrocarburífera recibió el ejecutivo nacional.
El gobierno boliviano intentó fallidamente, en diciembre de 2010, traspasar el costo de las importaciones de derivados de petróleo (diesel y gasolina) a la población, aunque la medida quedó sin efecto por la gran resistencia civil, posibilitó un incremento en el precio del transporte púbico de más del 20 por ciento, el cual influyó directamente en el aumento de por lo menos el 20 por ciento del precio de los principales alimentos.
Esto es grave en un país donde más de un 50 por ciento de los ingresos de las familias pobres se destina a la compra de alimentos [2]; pero es aún más grave si viene precedido de sucesivos aumentos de los precios de los alimentos y otros productos de primera necesidad en un contexto donde dos millones de personas (alrededor del 26 por ciento de la población) sufren de hambre [3].
PÉRDIDA DE SOBERANÍA
El incremento de los precios de los alimentos responde a otro profundo cambio que generó el modelo exportador. Bolivia dejó de ser un país con soberanía alimentaria. El desamparo de los pequeños productores, sumado a los paquetes de la revolución verde introducidos por todo tipo de agentes transnacionales, condujeron a una ampliación de las importaciones de insumos agropecuarios (fertilizantes, agroquímicos, maquinaría agrícola, semillas, etc.) razón por la que hasta los pequeños campesinos son actualmente dependientes de los precios internacionales de estos insumos que están vinculados al precio del petróleo y a los grandes monopolios mundiales y, por tanto, ven afectados sus costos de producción por eventos externos en todo momento.
La pérdida de soberanía alimentaria conlleva, al mismo tiempo, una pérdida de soberanía territorial. El modelo exportador introdujo a Bolivia en el agro negocio, desde entonces (aproximadamente 20 años), extensos latifundios en el oriente y amazonia se destinan a los monocultivos, en particular de la soya, cultivo que es controlado por empresarios extranjeros: brasileros, menonitas, rusos y japoneses. Nuevamente Bolivia es el octavo productor mundial de soya con alrededor de 1,2 millones de hectáreas destinadas a estos cultivos. La soya boliviana alimenta a los animales de granja (pollos y cerdos) que han proliferado en los últimos 20 años en los países vecinos de la Comunidad Andina, Europa y recientemente Asia, y se usa tan solo un 20 por ciento en el mercado nacional en forma de aceite comestible y alimento balanceado [4].
La intensiva producción soyera de Bolivia ha generado impactos ambientales tan severos que en tan solo 20 años de actividades algunos de sus efectos son ya visibles desde el espacio. La principal de todas es la deforestación, alrededor de 300 mil hectáreas son desboscadas cada año en el país, en mayor medida en la zona en cuestión; seguida de la contaminación de suelos y agua por el uso masivo de agrotóxicos para el control de plagas y malezas, en los últimos años el consumo de estos tóxicos ha crecido en más del 400 por ciento; y finalmente, la erosión, salinización y compactación, o lo que es lo mismo la pérdida de productividad del suelo que es inherente a los monocultivos, se estima que 25 por ciento del territorio nacional presenta una erosión fuerte o muy grave y no son aptos ya para ningún tipo de producción agropecuaria.
El problema del modelo exportador es que no contabiliza sus impactos. Ninguna empresa soyera contabiliza el agua que contamina ya que, habitualmente, ni siquiera contabiliza el agua que consume. Las grandes mineras, por ejemplo, consumen más agua que algunas ciudades privan del consumo a comunidades indígenas en zonas desérticas, violando el derecho humano al agua reconocido por Naciones Unidas solicitado por Bolivia. La minera San Cristóbal de la transnacional japonesa Sumitomo declara consumir 41 mil metros cúbicos por día, lo que equivaldría al consumo de 400 mil personas de la zona sur de Cochabamba, la ciudad donde se produjo la guerra del agua del año 2000 [5].
LA NACIONALIZACIÓN E INDUSTRIALIZACIÓN
A lo largo de su historia, Bolivia ha nacionalizado en varias oportunidades sus recursos naturales [6], estos procesos de emancipación económica sucesivamente han originado la violenta respuesta de los poderes mundiales, que han depuesto gobiernos y eliminado a varios líderes populares. No en vano, el régimen de Banzer, el más sangriento y largo de toda la historia nacional, al igual que el régimen de Pinochet en Chile, inauguró el periodo neoliberal, de apertura extrema de la economía nacional a las transnacionales. La razón de semejante ensaño está en el rol que cumple el país dentro del contexto regional y mundial. Ya hemos señalado la importancia mundial de la producción de distintos minerales, y la posición que el país ocupa en la producción de plata y estaño a lo largo del el siglo XX.
En la actualidad, además de los minerales que son requeridos crecientemente por los países asiáticos, el territorio boliviano tiene una importancia central para las tres principales economías de la región: Argentina, Chile y Brasil. En términos energéticos, Brasil espera seguir recibiendo gas pero también energía hidroeléctrica y tiene asentada la reducción de los costos de producción de su soya en la construcción de cientos de carreteras y otras vías de comunicación del IIRSA; Chile espera el agua del Silala y las subterráneas de Bolivia para su agroindustria y gran minería; Argentina depende en el invierno del gas boliviano.
La transnacionalización de los países vecinos ha empeorado la situación. Las grandes mineras asentadas en Chile y Perú han ampliado su zona de concesiones a la frontera con Bolivia, las transnacionales del agronegocio tienen ya una Ley que les permite importar transgénicos al país y de este modo ampliar su “república soyera”: la amazonia de Bolivia forma parte de un gran bloque petrolero que se extiende desde el Orinoco en Venezuela atravesando todo el continente y este país fue donde menos avanzaron en la adjudicación de campos petroleros hasta hace un par de años.
Bolivia no puede atender sus demandas porque debe satisfacer, en primer lugar, intereses foráneos, de las transnacionales. Este fenómeno de transnacionalización es responsable, además, de la pérdida paulatina y recurrente de enormes riquezas naturales al calor de los ciclos de auge y crisis capitalistas que aceleran la extracción de determinadas materias primas y con ello incrementan las fronteras extractivas amenazando constantemente a los pueblos y territorios indígenas.
La llamada agenda de octubre, denominada así por la crisis política abierta en octubre de 2003 tras la masacre de vecinos de la ciudad de El Alto que se oponían la exportación de gas, planteó de forma muy genérica pero lúcida la necesidad de nacionalizar e industrializar los hidrocarburos, la consigna en la calle fue “Gas primero para los bolivianos”.
Una primera tarea de la nacionalización consiste en detener el saqueo de las transnacionales que en el marco de la competencia por los mercados generan ciclos cada vez más cortos de inversión y, por tanto, ritmos más acelerados de extracción de materias primas [7]. Es por ello que, inevitablemente, los procesos de nacionalización deben generar, además, áreas de reserva fiscal y aprovechamiento restringido a las transnacionales, ello evita su expansión o revierte a favor del país los recursos potencialmente estratégicos que estuvieran en sus manos.
Una segunda tarea de la nacionalización consiste en fortalecer entidades públicas para el aprovechamiento interno de los recursos naturales estratégicos. Entidades públicas autárquicas, con control de los trabajadores y la sociedad organizada, que por su naturaleza no pueden convivir en armonía con las transnacionales a no ser que se reduzcan a prestar servicios a las primeras y/o se marginen a cuestiones secundarias del sector nacionalizado. En la medida en que las entidades públicas se fortalecen, se acentúan las disputas con las transnacionales ya sea por el control o regulación que las transnacionales no toleran o por simple competencia y se plantea la necesidad del monopolio estatal en ese sector pero, además, en otros sectores que están relacionados directamente. La nacionalización no es un fin es si mismo, pues solo permite cierta independencia económica. Mientras que el país mantenga asentada su economía en la exportación de materias primas, seguirá estando bajo el control de los mercados, aunque es evidente que buscar alianzas con otros países productores de materias primas genera determinadas salvaguardas, las transnacionales mantienen aún el control de los precios en las bolsas.
La industrialización representa, por tanto, una oportunidad para romper con el control de los precios de las materias primas, buscando que el país se apropie de la parte más significativa del valor que pierde cada vez que exporta materias sin procesar. Nuevamente, la nacionalización no es el fin de un proceso de emancipación económica, pero sin ella no es posible avanzar en la industrialización, que tampoco es un fin, sino otra necesidad inherente al proceso. Bolivia necesita autosuficiencia o autonomía en la medida en que debe prepararse para resistir la inminente represión de las transnacionales y sus estados.
El cumplimiento de la agenda de octubre es una asignatura pendiente, los recientes conflictos en torno al denominado gasolinazo y la VIII Gran Marcha indígena por la defensa del Tipnis interpelan el corazón de las políticas de Evo Morales que, en vez de avanzar en la nacionalización e industrialización de los hidrocarburos y otros recursos estratégicos del país, han dado impulso a un nuevo ciclo extractivista.
Notas
[1] En 2008 el balance comercial positivo habría superado los 1.832,7 MMD.
[2] undación Jubileo. No 12. Agosto 2008
[3] “FAO: ¿Dos millones de personas sufren hambre en Bolivia” Los Tiempos. 24 de noviembre de 2011.
[4] “Alza de precios ¿escasez o especulación?” CEDIB. 2009.
[5] Estadísticas de consumo de agua en diferentes zonas de la ciudad de Cochabamba pueden encontrarse en Presupuestos Urbanos. De la ritualidad participativa a la imposición del concreto. CEDIB 2011.
[6] En 1936 se expulsó del país a la Standard Oil y se creó YPFB; en 1952 se nacionalizaron las minas de los barones del Estaño Patiño, Hoschild y Aramayo y se creó la COMIBOL; en 1969 se expulsó a la Gulf Oil Company; en 1990 no se permitió que la empresa Lithco se apodere del salar de Uyuni; en 2000 se expulso del país al consorcio Aguas del Tunari (Bechtel y Abengoa); en 2006 se expulsó a la francesa Suez; 2006 se nacionalizó la mina Huanuni y en 2007 la empresa minera Vinto en propiedad de la Suiza Glencore. En 2006 se inició el proceso de nacionalización de diversas empresas petroleras, el proceso concluyó con la compra de acciones y la firma de nuevos contratos.
[7] Véase “Las multinacionales españolas en Bolivia”. Paz con dignidad – CEDIB. 2010.
Marco A. Gandarillas Gonzales es director ejecutivo Centro de Documentación e Información Bolivia – CEDIB.
Este artículo ha sido publicado en el nº 50 de Pueblos – Revista de Información y Debate, primer trimestre de 2012