William Puente
Este 16 de agoso se conmemora el Día del Niño en Paraguay. No es una celebración festiva. Recuerda la Batalla de Acosta Ñu o De los Niños, la última de las grandes batallas de la Guerra de la Triple Alianza que se desarrolló entre 1864 y 1870, y uno de los episodios más crueles y sangrientos de aquel conflicto.
Entonces se habían unido los Ejércitos nacionales de la Argentina de Mitre, del Brasil del emperador Pedro II y del Uruguay del dictador colorado Venancio Flores para arrasar al Paraguay, el primer país de Sudamérica que tuvo hornos de fundición, como el de Ybicuí, ferrocarriles, hospitales modernos para la época y el mayor ingreso por cápita de la región, donde no había mendigos en las calles y que se autoabastecía sin necesidad de importar del Viejo Continente. Los tres aliados cumplían el mandato de Gran Bretaña, interesada en el algodón paraguayo y ansiosa por colocar sus productos en un mercado cerrado a sus exportaciones. Paraguay era un “mal ejemplo” para el continente.
Los dos mayores ejércitos del sur americano, más las tropas de Uruguay, con el respaldo de la mayor potencia económica y colonial de
la época tardaron seis años en abatir la valiente resistencia del pueblo paraguayo. Para ello prácticamente exterminaron a toda su población masculina.
El 16 de agosto de 1869 una división de 20.000 soldados brasileños, con el apoyo argentino, combatió durante ocho horas contra una
dotación de 3.500 niños paraguayos de entre 6 y 14 años de edad. Los aliados ya habían tomado Caacupé, destruido y desmantelado la
fundición de hierro de Ybicuí, incendiado todas las casas de Piribebuy después de violar a las mujeres y degollar a los hombres, y avanzaban incontenibles hacia Barrero Grande. Bernardino Caballero intentaba alejarse con el batallón infantil encargado de empujar las grandes carretas cargadas con provisiones y algunas municiones, pero los chicos quedaron inmovilizados en el terreno pedregoso y formaron una fila defensiva en el campo de Acosta Ñu. Muchos se habían disfrazado con barbas postizas hechas con chalas de choclo, para impresionar al enemigo y hacerles creer que eran hombres, y los más sólo llevaban palos tallados con formas de fusiles, de modo que a la distancia parecieran formar un ejército bien armado.
Por la tarde se sumó la temible caballería imperial brasileña que en la primera carga rompió las filas de los defensores. Al advertir
que aquellos soldados sólo eran niños, perdieron el miedo y llevaron a cabo una matanza indescriptible. Bajaban de sus cabalgaduras y los degollaban. Los niños se abrazaban llorando a las piernas de sus verdugos para rogar que no los mataran. El jefe de la división, el
Conde d’Eu, ordenó el exterminio, que incluyó a muchas madres de los pequeños que habían corrido en su defensa. Al finalizar la batalla se contabilizaron más de 2.000 niños muertos. Los brasileños sufrieron 46 bajas. Hasta donde alcanzaba la vista, el campo de Acosta Ñu y los arroyos Yuquyry y Piribebuy quedaron teñidos por la sangre. Después los vencedores prendieron fuego los pastizales y sólo se escucharon alaridos de dolor.
Domingo Faustino Sarmiento justificaría luego con frialdad al finalizar la Guerra: “Si hemos vencido fue porque hasta a los niños paraguayos hemos matado”.
Juan José Chiavenatto (historiador brasileño)
Los niños de seis a ocho años, en el fragor de la batalla, despavoridos, se agarraban a las piernas de los soldados brasileños, llorando que no los matasen. Y eran degollados en el acto. Escondidas en la selva próxima, las madres observaban el desarrollo de la lucha. No pocas agarraron lanzas y llegaron a comandar un grupo de niños en la resistencia. Finalmente, después de un día de lucha, los paraguayos fueron derrotados. El conde D’Eu, el comandante de la guerra, después de la insólita batalla de Acosta Ñu, cuando estaba terminada, al caer la tarde, las madres de los niños paraguayos salían de la selva para rescatar los cadáveres de sus hijos y socorrer los pocos sobrevivientes, el conde D’Eu mandó incendiar la maleza, matando quemados a niños y madres. Mandó hacer cerco del hospital de Piribebuí, manteniendo en su interior los enfermos ―en su mayoría jóvenes y niños― y lo incendió. El hospital en llamas quedó cercado por las tropas brasileña que, cumpliendo las órdenes, empujaban a punta de bayoneta adentro de las llamas los enfermos que milagrosamente intentaban salir de la fogata. No se conoce en la historia de América del Sur por lo menos, ningún crimen de guerra más hediondo que ese.
