Horas después de ganar el Oscar a la Mejor dirección por la película Gravity, Alfonso Cuarón envió un correo electrónico a sus amigos más cercanos. Decía así: “Los quiero un chingo. Muchas gracias por todo”. Era una ampliación a los agradecimientos que quedaron fuera tras los breves segundos que otorga la Academia sobre el escenario. El director, junto con Emmanuel Lubezki, que también ganó una estatuilla por la fotografía de la cinta, son dos de los cineastas que ayudaron a transformar el rostro del cine mexicano en la década de los noventa. La noche del pasado domingo supuso el reconocimiento a sus carreras de más de veinte años en Hollywood.
México celebró ayer por todo lo alto un premio que siente suyo. “No somos una familia que celebre demasiado los premios. Son para alegrarse un momento y luego, a seguir para adelante”, dijo Carlos, el hermano de Alfonso Cuarón. Los medios dedicaron sus portadas al triunfo del charolastra mayor del cine mexicano a pesar de que lleva dos décadas fuera del país. “No es cine mexicano, es un cineasta mexicano haciendo excelente cine”, explicaba Alejandro Pelayo, un director que precede a la Generación de los tres amigos (Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu).
El nuevo cine mexicano, el de los herederos de Alfonso Cuarón, lleva años triunfando en los más importantes festivales internacionales. En 2013 Amat Escalante ganó el premio al mejor director en Cannes por Heli. Era el tercer compatriota que lo lograba en siete años. Antes lo habían conseguido Carlos Reygadas, en 2012, y Alejandro González Iñárritu, en 2006. No fue un caso aislado.
Según datos del Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine) en 2013 las producciones nacionales obtuvieron 71 premios fuera del país. El éxito ha ido paralelo a un aumento en el número de películas, casi cien en 2013 frente a las 14 que se produjeron en 2002. Esta explosión puede explicarse en parte por la existencia de un incentivo fiscal que permite a las empresas dar hasta el 10% de sus impuestos a proyectos cinematográficos.
Pero la generación premiada en el Teatro Dolby este domingo estuvo marcada por el esfuerzo. “Cuando éramos estudiantes la industria estaba muerta”, explicaba ayer Salvador de la Fuente, un compañero de clase de Lubezki y Cuarón en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. Cuando comenzaban a estudiar, en los primeros años de la década de los ochenta, el cine mexicano era una fábrica de cintas de ínfima calidad. El cine de ficheras, una vertiente del exploitation, con actrices desnudas y tramas de arrabal, dominaban el panorama. Solo un puñado de cineastas era reconocido por sus obras. Felipe Cazals, Jaime Humberto Hermosillo, Jorge Fons y Arturo Ripstein triunfaban en los festivales de cine de Berlín y San Sebastián. Sus películas se financiaban con fondos públicos. El presidente mexicano José López Portillo, volvió política de Estado el cine de autor, “apostando por un cine socialmente comprometido”, según Alejandro Pelayo, director de la Cineteca Nacional.
En la década de los ochenta la crisis económica moldeó las vidas de los mexicanos. Por ese entonces la segunda gran generación del cine mexicano moderno tomaba forma. Eran los hijos de la crisis. Se producían cintas con muy poco dinero. La creatividad compensaba la falta de recursos. Y allí, en esas condiciones, comenzaron a experimentar los principales exponentes del cine mexicano. Alfonso Cuarón trabajaba como sonidista soportando el boom, un gigantesco micrófono, sobre las escenas. Guillermo del Toro ayudaba con el maquillaje. “Hacía el maquillaje de los muertos, le gustaba mucho y le quedaba muy bien”, recuerda Pelayo.
Una segunda oleada de financiación pública llegó a principios de los noventa con Ignacio Durán, en el Instituto Mexicano de Cinematografía. El objetivo era subir el perfil de las producciones mexicanas y dirigirlo al mercado internacional. En esas condiciones se produjo Solo con tu pareja (Alfonso Cuarón, 1991). La cinta mexicana triunfó en el Festival de Toronto y con ese éxito Cuarón comenzó a ver al norte: los Estados Unidos. El milagro del cine mexicano estaba en marcha. Esa generación, explica Pelayo, “habla muy bien inglés, es muy americana”. Cuarón trabajó como asistente de dirección de cineastas estadounidenses que iban a filmar a México. Sus antecesores miraban más bien hacia Londres y París.
A finales de la década de los ochenta una película mexicana se hacía con 300.000 dólares. Luego del boom de la financiación gubernamental se hicieron películas de hasta un millón. Esa coyuntura auxilió a que se produjeran películas como Cronos y Como agua para chocolate. La primera es la ópera prima de Guillermo del Toro, que lo catapultó a Hollywood. La segunda tuvo tanto éxito internacional que lanzó a su fotógrafo, Emmanuel Lubezki, a la industria.
El domingo Lubezki, que había estado nominado en cinco ocasiones anteriores, triunfó en el Teatro Dolby. Se resarció un error histórico de la Academia pero el premio, sin embargo, llegó en el momento justo. Se consagró junto a su “amigo y maestro”, Alfonso Cuarón.