Esclavas en una cárcel de oro

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Unas 320.000 mujeres inmigrantes se exponen a todo tipo de abusos en el sector del servicio doméstico de Hong Kong. Myanmar ha prohibido a sus ciudadanas trabajar allí.

Zigor Aldama/El País

Dora sabe que el infierno tiene facilidad para camuflarse de paraíso. Esta joven indonesia de 25 años llegó a Hong Kong con la esperanza de que trabajar duro en la ciudad más próspera de China —esa que lucha por las libertades individuales y busca la creación de un modelo democrático que dé verdadero significado al lema “un país, dos sistemas”— le sirviera para salvar la vida de su padre. “Había enfermado gravemente y mi familia no tenía dinero para pagar el hospital. Así que decidí dejar a mi marido y emigrar para cubrir los gastos con mi trabajo”. Como muchas otras compatriotas, Dora acudió a una de las agencias de reclutamiento que proliferan en la isla de Java y, después de pagar una exorbitante tarifa que la dejó en la ruina, voló a la excolonia británica para convertirse en una de las 320.000 mujeres extranjeras que trabajan en el sector del servicio doméstico de la ciudad.

Pero Hong Kong le dio la espalda. Dora pronto descubrió que los destellos de neón de uno de los principales centros financieros mundiales dejan profundas sombras sin iluminar, y que el lujo y el glamur del territorio que Reino Unido devolvió a China en 1997 es una fachada que esconde una crueldad institucionalizada. “Primero fueron los insultos y el abuso verbal. La abuela exigía que hablase cantonés y no inglés, así que decidieron rechazarme y devolverme a la agencia que había tramitado mi contrato”. Después de una semana de incertidumbre y desesperación, la readmitieron. “Lo hicieron con la condición de que trabajase también en el piso de enfrente, algo que es ilegal. Al principio protesté, pero vi que no tenía alternativa”.

Y entonces fue cuando comenzaron las palizas. “La mujer me agarraba del pelo, me golpeaba, y me sujetaba del cuello contra la pared. Pero no me atreví a decir nada, porque necesitaba el dinero para que tratasen a mi padre”. Dora cobraba el salario mínimo estipulado por la ley —4.010 dólares de Hong Kong (400 euros)— a cambio de jornadas de trabajo de hasta 18 horas, seis días a la semana. Además, tal y como estipula la legislación de esta Región Administrativa Especial de China, estaba obligada a residir en el domicilio de la familia que la contrataba, lo cual la convirtió en una esclava. “Me enteré de que la chica anterior también había sufrido abusos, y de que la habían enviado de vuelta a Indonesia sin cobrar la mayor parte de lo que se le adeudaba, así que empecé a preocuparme”.

Su liberación llegó durante el Año Nuevo chino de la mano de una tragedia: la muerte de su padre. “Fue un golpe muy duro, pero me permitió escapar de allí porque ya no me urgía el dinero”. Unas compatriotas le hablaron del centro de acogida Bethune House, abierto por unas inmigrantes filipinas en 1986, y allí encontró refugio, empatía, y consejo legal. Pocos días después interpuso una demanda por malos tratos contra la familia que la contrató. “Aunque soy consciente de que tengo todo en mi contra, ahora solo espero que se haga justicia”. No es la única. De hecho, son tantas que la semana pasada Myanmar (antigua Birmania) decidió prohibir temporalmente a sus ciudadanas trabajar en el sector doméstico de Hong Kong y de Singapur, alarmada por lo extendidos que están estos abusos.

En el pequeño edificio que administra la Misión para los Trabajadores Migrantes en el barrio hongkonés de Tsim Sha Tsui, una docena de mujeres cuyos casos resultan similares al de Dora han encontrado techo, comida, y comprensión. Los suyos son relatos de una decepción muy extendida que varía poco. “La mayoría ha contraído grandes deudas en sus países de origen para conseguir un contrato en el que tenían puestas muchas esperanzas. Han dejado atrás a sus hijos y a sus maridos porque creían que desde Hong Kong les proporcionarían una vida mejor”, resume Esther C. Bangcawayan, la mujer filipina que dirige el centro. “La mayoría no quiere quedarse aquí, sino hacer algo de dinero para abrir un pequeño comercio y escapar de la pobreza en sus países de origen. Pero lo que encuentran es todo tipo de abusos: desde laborales, hasta sexuales”.

Sophia es india, tiene 44 años, y refleja bien cómo el sueño de prosperidad se puede convertir en pesadilla. Llegó a Hong Kong hace una década y se ha sacrificado todo este tiempo para proporcionar un futuro mejor a su familia. “Solo he visto a mi hijo y a mi marido una vez cada dos años, cuando acababa mi contrato, y rara vez he disfrutado de mi día de descanso semanal. En estos 10 años no he tenido nunca un billete de dólares de Hong Kong —la divisa de la ciudad— en mis manos. Los contratos se firmaban en rupias indias y parte del dinero se enviaba directamente a mi familia. El resto esperaba recuperarlo cuando decidiese regresar a India para abrir un negocio”. No obstante, cuando Sophia expuso su intención de marcharse, la pareja que la contrataba se negó a pagarle los 4.400 euros que le adeudaba. “Me dijeron que me pagarían el billete de vuelta y que me olvidase del resto”. Ahora, será un tribunal quien decida si tiene derecho a recibir esos atrasos o no.

LA MUJER ME AGARRABA DEL PELO, ME GOLPEABA, Y ME SUJETABA DEL CUELLO CONTRA LA PARED

“El problema es que la propia legislación discrimina a los inmigrantes que trabajan de sirvientes en Hong Kong. Por un lado está la obligación que tienen de convivir con quienes les emplean, y, por otro, una norma en la que se estipula que si no consiguen un trabajo en las dos semanas siguientes a la finalización de su contrato anterior deben abandonar la ciudad”, explica la directora de Amnistía Internacional para China, Mabel Au. “Pero lo peor es que ni siquiera se implementan las leyes que, teóricamente, deberían proteger a estas mujeres de los abusos que sufren. Las mafias internacionales que se sirven de ellas campan a sus anchas”.

En los principales países emisores, Filipinas e Indonesia, existen agentes que van reclutando a jóvenes en las zonas más pobres. “Les aseguran un buen trabajo y las convencen para que pidan un crédito cuya cuantía se utilizará para abonar las tasas de un curso de formación, que en realidad es una especie de campo de concentración en el que las mujeres esperan a viajar, el coste de los trámites de sus papeles, y algún soborno que otro si es necesario. De media pagan entre cinco y siete meses de su salario en origen, una cifra muy superior al máximo estipulado por las autoridades de esos países —en Indonesia el tope es de 1.500 euros—”, asegura Au. “Además, ellas no pueden escoger quién les contrata, pero las agencias de empleo sí que muestran sus fotografías y datos personales a quienes las emplean para que elijan”.

Su explotación laboral continúa cuando llegan a Hong Kong, donde, legalmente, las agencias que las reciben solo pueden cobrar un 10% del sueldo del primer mes. O sea, 401 dólares de Hong Kong (40 euros). “En la práctica, el importe es muy superior. La mayoría de las chicas tiene miedo, firma contratos en un idioma que no entiende —inglés y chino— y desconoce el funcionamiento del sector. Eso facilita que se les pague por debajo del salario mínimo y que no lo denuncien. Por si fuera poco, sus pasaportes son requisados a la llegada, y así están completamente expuestas al abuso”, apostilla la responsable de Amnistía Internacional.

Kamsiah sabe que no es fácil escapar. A pesar de las humillaciones que sufría, a esta mujer indonesia de 41 años le costó reunir el coraje necesario para salir corriendo varios meses. Lo hizo la noche del pasado día 17 de mayo, y abandonó el hogar en el que trabajaba con lo puesto. Descalza. “Esta es la segunda vez que trabajo en Hong Kong, y con los tres empleadores anteriores no tuve ningún problema. Pero esta familia me trató peor que a sus cinco perros”. Kamsiah no exagera. Tenía que dormir con los animales y apenas le daban de comer un bol de arroz con algo de verduras. Los canes, sin embargo, recibían todo tipo de cuidados desde las cinco de la mañana. “Me tenía que levantar a esa hora para pasearlos. Luego preparaba el desayuno, limpiaba la casa, hacía la colada, cocinaba, hacía las compras, tendía la ropa y la planchaba, preparaba la cena, y luego la señora me pedía que le diese masajes hasta altas horas de la madrugada”, cuenta.

Y todo por 3.920 dólares de Hong Kong (390 euros) a los que tuvo que descontar la mordida de 2.543 dólares que le asestó la agencia durante los seis primeros meses. “Escapé porque me hicieron firmar el recibo del sueldo pero se negaron a darme el dinero. No pude aguantar más”. Era casi medianoche y Kamsiah se refugió en uno de los pocos lugares abiertos las 24 horas, un McDonald’s. “No tenía dinero ni documentación, ya que el pasaporte estaba en manos de la agencia, así que esperé hasta que apareció otra indonesia. Ella me habló de una ONG que ofrece ayuda a las trabajadoras del servicio doméstico y acudí a ellos”. Pero su desesperación acababa de comenzar, ya que la policía se presentó en el lugar y la arrestó. “La familia me había acusado de robar una cartera con 7.300 dólares dentro”. Ahora, después de probar su inocencia, es ella quien ha pasado al ataque y prepara una demanda por explotación laboral.

ME GOLPEABAN EN LA CABEZA CON PERCHAS Y ZAPATOS, Y UTILIZABAN UNA CADENA DE BICICLETA PARA DARME LATIGAZOS

“Las denuncias falsas contra las empleadas domésticas se utilizan en muchos casos para evitar pagarles sueldos atrasados”, explica Sring Atin, una sirvienta indonesia que llegó a Hong Kong en 2002 y que, gracias a la independencia que le concede quien la contrata, trabaja como activista por los derechos de otras mujeres como ella en la Asociación para los Migrantes de Asia-Pacífico. En este tiempo ha sido testigo de casos de extrema violencia. “De hecho, si la gente en Hong Kong ha comenzado a preocuparse por el tema es porque la prensa se ha hecho eco de la brutalidad que sufrieron Kartika y Erwiana”.

El caso de la primera, Kartika Puspitasari, fue un mazazo que despertó bruscamente a la anestesiada sociedad hongkonesa. “Me golpeaban en la cabeza con perchas y zapatos, y utilizaban una cadena de bicicleta para darme latigazos”, contó al juez. Además, le hacían pasar tanta hambre que comía lo que rescataba de la basura. No le pagaban, y la sometían a todo tipo de humillaciones. “Me obligaban a dormir en el suelo del baño o de la cocina. Un día, ella me rapó el pelo y, cuando volvió a crecer, me lo volvió a cortar”. El vaso de su paciencia se colmó cuando, tras descubrir que había comido de la basura, la mujer le dio un puñetazo en la boca y la amenazó con arrancarle todos los dientes. Corrió al Consulado de Indonesia, y, a finales del año pasado, el tribunal sentenció a la pareja a tres años y medio de cárcel.

El pasado mes de enero, Erwiana Sulistyaningsih demostró que el de Kartika no fue un caso aislado, como quisieron hacer creer las autoridades. También de nacionalidad indonesia, fue llevada hasta el aeropuerto por quien la contrataba para que abandonase China con 100.000 rupias (unos seis euros) y regresara a su país. “¡Ni se te ocurra decir nada de lo que te ha sucedido en Hong Kong, porque mataremos a tus padres!”, le amenazó. Los funcionarios de Inmigración la dejaron pasar sin hacerle una sola pregunta a pesar de que tenía la nariz rota, varios dientes arrancados, y hematomas por todo el cuerpo. Los médicos en Indonesia ordenaron su inmediato ingreso en un hospital en el que descubrieron que sufre daños cerebrales por los repetidos golpes en la cabeza que recibió. Son las consecuencias de un calvario de siete meses que se repite en silencio demasiadas veces.

“No existe ningún control de las agencias por parte del Gobierno, así que hacen lo que les da la gana”, denuncia Eni Lestari, portavoz del Comité Justicia para Erwiana. “Afortunadamente, creemos que sus casos están ayudando para que la población tome conciencia de que las sirvientas no son animales. De hecho, una celebridad recibió grandes críticas cuando mostró una fotografía de su casa en la que se veía que la mujer que trabajaba para ella dormía en el suelo. Esperamos que la situación mejore, pero nos preocupa el efecto negativo que tiene la crisis económica y que la mayoría de los abusos —76%—, excepto los sexuales, sean cometidos por mujeres”.

Todas las trabajadoras y activistas entrevistadas para este reportaje coinciden en sus demandas al gobierno de Hong Kong. “Que se eliminen la obligatoriedad de convivencia, la regla de las dos semanas, y dos prohibiciones muy injustas: que no se permita cambiar de empleador más de tres veces al año, y que no se permita a quienes han sido contratadas en origen como servicio doméstico cambiar de sector si encuentran otro empleo”, enumera Atin. Actualmente, según datos de Amnistía Internacional, por cada 50 residentes en Hong Kong hay dos sirvientas filipinas y otras dos indonesias. Teóricamente, ganan un tercio del suelo medio de la ciudad y trabajan el doble. “Un territorio que quiere dar lecciones de ética a un país como China no se puede permitir que persista esta situación”, sentencia Mabel Au.

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