La primera edición del Festival Internacional de Cine en San Cristóbal de las Casas dio inicio, como al parecer han de dar inicio muchos eventos culturales en este país, con una fuerte nota de protesta ciudadana y con el ritual conteo de los 43, en referencia a los desaparecidos normalistas de Ayotzinapa, como ha sucedido en los recientes festivales de cine de Morelia y Los Cabos. De modo sintomático, uno de sus eventos de última hora fue la proyección especial de dos documentales dedicados a la libertad de expresión y relacionados con otra tragedia de resonancia mundial, el atentado terrorista en el que perdieron la vida doce periodistas y caricaturistas de la publicación satírica francesa Charlie Hebdo.
Es pertinente señalar lo anterior porque el perfil distintivo del nuevo festival parece ser en buena parte político, algo que apenas debería sorprender en una región como el sureste chiapaneco. Uno de sus invitados, el realizador Costa Gavras (Z, Estado de sitio, El capital), se sorprendió así al advertir el grado de conciencia social e interés del público local por las manifestaciones culturales.
Las pocas salas de que hasta hoy dispone el festival estuvieron abarrotadas y la propuesta de más de 50 títulos internacionales y nacionales tuvo un mérito mayor que el de replicar las ofertas de los festivales que le han precedido. A la proyección de cintas como Timbuctú, del mauritano Abderrahmane Sissako; La tribu, del ucraniano Myroslav Slaboshpytskiy; Venimos como amigos, del austriaco Hubert Sauper, o El país de Charlie, del holandés Rolf de Heer, se sumaron las obras finalmente premiadas: Yo soy el pueblo, de la libanesa Anna Rousillon; Macondo, de la alemana Sudabeh Mortezai, y, como menciones especiales, En casa, del griego Athanasios Karanikola, y Llévate mis amores, del mexicano Arturo González Villaseñor. En algunos de estos títulos se consignan preocupaciones sociales y políticas relevantes, desde el fundamentalismo de los yihadistas en Timbuctú con su política de terror, su interpretación fanática del Islam, su misoginia radical y sus absurdas prohibiciones de fumar, escuchar música, reír y jugar futbol, hasta el racismo institucional en ese país de Charlie que retrata Rolf de Heer, un continente australiano donde el aborigen colonizado es un paria absoluto.
Los premios. Una cinta notable, La tribu, propuesta radical ambientada en un internado para sordomudos quedó desplazada y no obtuvo el galardón Ámbar al mejor largometraje de ficción. Su insólita estrategia narrativa sin un solo diálogo y con la intensidad dramática suficiente para seguir bien la trama entera con base sólo en el lenguaje de señas de los protagonistas, habrá tal vez desconcertado a los miembros del jurado, quienes prefirieron reconocer a Macondo, un relato bien construido, pero en suma convencional, sobre la suerte de niños inmigrados chechenos y sus dificultades para integrarse en la sociedad austriaca donde sus familias han solicitado asilo político.
El muy acertado premio al mejor documental fue para la cinta franco-egipcia Yo soy el pueblo, crónica intensa de las revueltas ciudadanas que en 2011 conmocionaron a Egipto precipitando la caída del presidente Hosni Mubarak y dando inicio a una larga primavera árabe de insurrecciones populares en la región. Una cinta candidata a ese mismo galardón, Yo soy la novia, de los cineastas Antonio Augugliaro, Gabriele del Grande y Khaled Soliman Al Nassiry, relata, en tono de falso documental, las peripecias de una gran familia palestina que atraviesa Europa, de Italia a Suecia, en busca de un anhelado asilo político. Con dosis de buen humor, inverosimilitud y excelentes intenciones, la película aborda, sin mayor fuerza, el drama de la crisis de identidad de los palestinos sin patria. La decisión final del jurado no pudo ser más afortunada. Un premio muy merecido fue también el concedido a Esclava, inquietante cortometraje de ficción de Amat Escalante, sobre una red de trata de blancas que tiene como víctima a una adolescente.
Al homenaje a Costa Gavras siguió un tributo al mexicano Jorge Fons, y una estupenda selección del festival de cine de Sarajevo. Como parte esencial del festival figuró también una recuperación de la memoria fílmica nacional, cuyos puntos más fuertes fueron el rescate de En la selva lacandona, corto etnográfico a colores de 1959, de la suiza Gertrude-Duby Blom; Tierra de chicle (1951), del fotoperiodista berlinés Walter Reuter, y la proyección de ¡Que viva México! (Eisenstein, 1931), musicalizada en vivo por el maestro José María Serralde.
En estos sus primeros pasos, el festival de San Cristóbal de las Casas ha conseguido, con su entusiasmo y la excelente recepción del público, despojarse un poco de los lastres del oficialismo patrocinador para perfilarse como un evento cultural socialmente comprometido y artísticamente valioso. ¡Enhorabuena!
Twitter: @Carlos.Bonfil1