Joseba Elola/El País
Hubo un tiempo en que Evgeny Morozov creyó en la revolución digital. Confió en el poder emancipador de la Red, en la abolición de las viejas jerarquías, en la emergencia de un paraíso horizontal más justo, en unas nuevas tecnologías capaces de alumbrar un mundo mejor. Le duró poco la fiebre. Fue a mediados de la década de los años 2000, en los días en que vio cómo los blogs y los mensajes de texto espoleaban la revolución naranja de Ucrania y el crowdfunding avivaba la campaña del candidato demócrata norteamericano Howard Dean. Poco tardó en darse cuenta de que las nuevas herramientas tecnológicas también podían ser usadas por los Gobiernos para vigilar, generar propaganda y manipular la conversación en las redes. Fruto de estas reflexiones fue El desengaño de Internet (Destino, 2012), libro en el que se mostraba escéptico sobre la capacidad de las redes de ser instrumento de cambio político. Un escepticismo que se expande en su nuevo libro, La locura del solucionismo tecnológico (Clave Intelectual, 2015).
Morozov se come un bocadillo en una sala de reuniones del Waterfront Congress Center de Estocolmo, ubicado junto a la estación central de la capital sueca. Acaba de pronunciar una de sus provocadoras conferencias en el Internetdagarna, evento tecnológico anual, y no le ha dado tiempo ni a comer. Vestido de negro de la cabeza a los pies, se muestra como un entrevistado rápido, prolijo. Su análisis de la tecnología ha despegado y se ha convertido en un discurso político con vocación transformadora.
Existe una narrativa, muy extendida, sobre la idea de compartir en Internet; las empresas tecnológicas nos invitan a hacerlo constantemente. ¿Diría que como consecuencia de ello compartimos más?
Silicon Valley hizo una especie de alianza en los setenta con intelectuales. Siempre habrá gente, a los que llamaré idiotas útiles, que intentarán capturar el zeitgeist [espíritu de la época]. Habrá libros, conferencias y charlas para que esos intelectuales puedan hacer de portavoces de la causa. Silicon Valley promueve mininarrativas. Nos habla de la web 2.0 y, cuando se agota, habla del Internet de las cosas, de la economía colaborativa… Identifican pequeños fragmentos, ocupan el debate durante dos años y luego salen con una nueva historia. No hay mucho contenido en esas narrativas. He trabajado durante suficiente tiempo en esto como para decir que son tonterías. Después de la economía colaborativa vendrá la economía solidaria, de los cuidados. Lo que nos dicen estas empresas es falso. Cuando voy por ahí diciendo que para entender a Silicon Valley hay que mirar a Wall Street, al Pentágono, a las finanzas, a la geopolítica o al imperialismo, les resulta incómodo escucharlo porque prefieren hablar de los fondos de capital riesgo, de los emprendedores, del garaje de Steve Jobs, del LSD…
Esos dispositivos que usamos, llamados inteligentes, ¿nos pueden convertir en más estúpidos?
Hay que impugnar la palabra inteligente. Me gusta aplicar una perspectiva histórica. Muchos de los dispositivos inteligentes que nos rodean reflejan intereses y compromisos de la gente que los fabrica o configura. El motivo por el que la gente comprueba una y otra vez su Facebook o Twitter en el teléfono es que los sistemas han sido diseñados para crear esas dependencias. El modelo de negocio de este tipo de servicios es así. Cuantos más clics hago, más valioso soy; ocurre, casi, como con el condicionamiento de Pavlov. Cuantos más clics míos consiguen, más dinero hacen conmigo, lo que hace que diseñen los servicios para maximizar esos clics. Yo tengo una perspectiva cínica, banal y racional de que el dinero es lo que rige el mundo. Y eso explica el modo en que se conciben los servicios. ¿Que ese sistema nos distrae y dificulta que nos centremos? Por supuesto. ¿Es un problema de los dispositivos inteligentes? No. Es cuestión del modelo de negocio. Me niego a creer que no haya otra manera de generar comunicación entre la gente sin generar distracción. Sería la derrota final de la imaginación. Debemos ser capaces de soñar y pensar en términos que no estén definidos por Silicon Valley. Para mí, en este punto, las empresas de tecnología son como las cadenas de comida rápida, las casas de apuestas o los casinos: crean y manufacturan una adicción que luego tiene unas consecuencias. En el caso de las tecnológicas, la distracción.
La directora de operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, dice que Facebook nos ayuda a expresar nuestro auténtico yo. Esta plataforma probablemente cambia el modo en que nos percibimos a nosotros mismos o cómo nos construimos, ¿qué opina?
Facebook es un servicio que se basa en hacernos sentir ansiosos, sobre nosotros, nuestros amigos, nuestro lugar en la sociedad. La gente invierte mucha energía en actualizar la información, la ansiedad es la moneda que lo rige. En este sentido, está claro que tu ser en Facebook afecta a cómo te concibes a ti mismo, cómo ves tu relación con los amigos, cómo te presentas ante otros…
¿Quiere decir que cuanto más lo usa uno, más ansioso es?
No digo que sea una relación lineal, aunque probablemente podría ser así. Debe de haber un momento en que se llegue a una meseta de ansiedad y, en ese punto, te medicas, te suicidas o te calmas [risas]. Es la psicopatología del hipercapitalismo.
¿En qué consiste la psicopatología del hipercapitalismo?
¡Es una explotación de tus más queridas e íntimas relaciones! Tu amistad con otras personas para beneficio de una gigantesca compañía norteamericana. Con Facebook es menos visible. Ni siquiera concebimos que sea posible organizar un proyecto de resistencia a estas empresas. Atacar a Facebook ahora es atacar al capitalismo más avanzado. Frente a los que propondrían un cambio en el algoritmo de Facebook, yo soy más drástico: yo construiría una alternativa a Facebook con dinero público en vez de aceptar que la única manera de organizar las comunicaciones es a través de esta firma.
En ese afán de Silicon Valley de intentar solucionar cada problema al que se enfrenta el ser humano, parece que WhatsApp intentara buscar una solución para nuestra soledad.
Silicon Valley te venderá cualquier cosa que le permita hacer dinero. Si es con la soledad, te venderá herramientas para hacer dinero con tu soledad. Pocas cosas, hoy en día, no están sujetas al mercantilismo. Silicon Valley crea problemas con una mano que intenta solucionar con la otra vendiéndonos nuevos productos.
A menudo le han calificado de tecnoescéptico o tecnófobo. Pero lo que usted dice en su nuevo libro es que es un hereje digital.
Sí, usé ese término. Era un modo de posicionarme frente a los debates contemporáneos sobre Silicon Valley. Lo cierto es que si por hereje se entiende a alguien que dice cosas que son peligrosas, subversivas y que van contra la corriente del debate, soy un hereje, aunque solo sea por naturaleza sociológica. Pero mi herejía se ha extendido a otros temas; ya no soy un hereje digital, ahora estoy más confortable siéndolo en la política y la economía.
Su discurso en los últimos tiempos está muy orientado hacia la cuestión de los datos. ¿Qué es lo que hace que el debate en torno a este asunto sea para usted crucial?
Estamos en una era en que los datos son algo en torno a lo que emergen nuevos modelos de negocio y nuevas formas de explotación.
Pero la gente, en general, no parece excesivamente preocupada por ceder sus datos.
Lo importante es identificar los puntos de explotación, aunque esta se haga de manera que resulte placentera.
¿Google y Facebook nos están explotando?
Explotan los datos que generamos para hacer dinero con ellos; lo cual tiene muchas otras consecuencias, como el modo en que esto facilita la vigilancia. Para mí, básicamente, Google quiere ser el nuevo Estado del bienestar y el nuevo partido político. Quieren reunir tantos datos como puedan. Y, proactivamente, luchan contra las enfermedades; proactivamente, quieren que estés más sano; proactivamente, quieren que aprendas cosas que no habrías aprendido de ningún otro modo; generan tiempo libre para ti y solo tendrás acceso a él si usas su sistema. En ese sentido, se convierten en el vehículo a través del cual se genera un tipo de movilidad social o de avance. Mi miedo es que ya no haya marcha atrás. Ellos poseen la infraestructura, tienen los datos. Y si se quiere poner en marcha un servicio alternativo, será complicado.
¿Qué es lo que se hace con nuestros datos?
En las últimas cinco décadas, los datos se han convertido en una de las más preciadas mercancías. Tu seguro quiere saber qué posibilidades tienes de enfermar; tu banco quiere saber qué probabilidades tienes de no pagar tu hipoteca. Hay un mercado gigante de la venta de datos, no solo de tipo digital: si no miras lo que firmas cuando ofreces datos, es más que posible que acaben siendo agregados en una base administrada por un puñado de firmas norteamericanas.
¿Y qué es lo que se debería hacer con ellos?
Hay tres opciones. Una es el statu quo: que un par de monopolios, Google y Facebook, continúen recopilando aún más información sobre nuestra vida para que pueda ser integrada en dispositivos inteligentes: mesas inteligentes, termostatos inteligentes; cualquier cosa que tenga un sensor generará un dato. Google Now es el paradigma de un sistema que intenta hacer acopio de todos esos datos para hacer predicciones y darte ideas. Si sabe que vas a volar te recuerda que hagas el check in, te dice el tiempo que te va a hacer, como un asistente virtual. Es el discurso de Google en términos de movilidad social: dar a los pobres los servicios que los ricos ya reciben.
¿Cuáles son las otras opciones?
La segunda es seguir a los disruptores. Hay compañías que chupan nuestros datos y los convierten en dinero. Una solución es que cada cual capture sus propios datos y los integre en un perfil, dando acceso a quien quiera y cobrando por ello. De ese modo, uno se convierte en un empresario. Y la tercera opción aún no está muy articulada, pero debería ser perseguida. Los datos, en un buen marco político, económico y legal, pueden llevarnos a servicios fantásticos. El único futuro del transporte público es una combinación de datos, algoritmos y sensores que determinan dónde está la gente y adónde quiere ir.
¿Y de quién serían los datos en este caso?
Habría que oponerse a que el paradigma de la propiedad privada se extienda a los datos. Ha habido esfuerzos de comercializar hasta el aire, y hay que oponerse. Los datos, sin la capacidad de analizarlos, no son gran cosa. Hoy en día solo algunas grandes empresas son capaces de estudiarlos. Esa información debería estar bajo un control público, que no significa un control del Estado, sino de los ciudadanos. La reciente fascinación en Europa por esa idea del común, que no tiene nada que ver con la de los comunes, es un marco sano. La gente podría ceder esos datos voluntariamente, pero siendo propietaria de estos.
Esta es una postura política, ¿qué es lo que le interesa del común?
Mi propio cambio político y filosófico de los últimos años ha ocurrido porque de pronto resultó obvio para mí que no puedes ganar batallas a Silicon Valley de modo disperso. Puedo escribir una reseña al día, pelearme con esta gente en Twitter, y eso no cambia nada. La única manera de cambiar las cosas es empotrarte en los procesos políticos y económicos que pueden cambiar las cosas de verdad. Para mí significa que tengo que adoptar una posición realista y sobria sobre lo que es posible alrededor de los que intentan impugnar lo que Silicon Valley, Washington, Wall Street y el Pentágono intentan en el globo.
¿Y qué es lo que están intentando hacer?
Dinero. Tengo una explicación de cómo funciona todo: un puñado de empresas marcan el tempo y el ritmo al que funciona el mundo. Son las que influyen en los textos que se están aprobando de los tratados transatlánticos que están a punto de firmarse en Europa y Estados Unidos. Esos tratados están redactados para proteger a las empresas y no a los ciudadanos. En este sentido, soy cínico, o realista, acerca de cómo está distribuido el poder en el mundo en estos días. A Google y Facebook les gustaría expandirse a otras zonas del globo para acumular más usuarios, más datos, venderles más anuncios. Pero es muy difícil que haya gente que haga una lectura política de Google y Facebook porque los ven o como inofensivos e inocentes, o como heraldos del poscapitalismo, o como plataformas para evitar la hegemonía de los medios. Facebook es bueno, piensa la gente, porque nos permite enviar mensajes al margen del dominio de los periódicos y televisiones. Incluso los movimientos políticos que intentan desafiar la dominación de la ideología neoliberal en estos días no pueden hacer una lectura sobria de Silicon Valley.
¿Usted, en realidad, qué quiere cambiar?
Yo quiero cambiar muchas cosas. El proyecto de oponerse al poder de las grandes empresas, que tradicionalmente ha sido una prerrogativa de la izquierda, ya no entiende cómo funciona el dominio hoy, porque no hacen un buen análisis de la tecnología, y no son capaces de construir o reclamar infraestructuras que han sido entregadas con las privatizaciones. Sin una lectura política adecuada de cómo encaja Silicon Valley en todo esto, no pueden oponerse al poder de las empresas. Si coges a Yanis Varoufakis, que, probablemente, es la cara de la oposición a la agenda neoliberal en Europa: es un gran tipo, con cosas interesantes que decir, pero ¿su comprensión de la dimensión tecnológica del proyecto neoliberal moderno?: cero. Tomemos Syriza, o Podemos, o muchos otros actores que intentan oponerse al capitalismo neoliberal hoy. Tienen un problema para comprender la que, para mí, es la característica más importante del capitalismo hoy en día: su naturaleza de fenómeno propulsado por las tecnologías digitales de la información.
Y entonces…
La menos ambiciosa de mis tareas sería, al menos, poner estas cuestiones sobre la mesa para que puedan reflexionar sobre ellas quienes están oponiéndose al actual neoliberalismo comandado por las grandes empresas; conseguir que lo escuchen algunas personas que están inmersas en una gran confusión sobre el estado de las cosas actual, que ni siquiera discuten nada porque creen que la vieja división de la tribu de la izquierda ya pasó, que piensan que el capitalismo va a ser reemplazado por una economía colaborativa, una sociedad pospoder, muy horizontal…
No sé si este es un buen resumen, pero, escuchándole, parece que usted ahora cuestionara más el neoliberalismo que a Silicon Valley.
Sí, es un buen resumen. Para mí Silicon Valley es un efecto, y no la causa, del neoliberalismo. Hay algunos cambios estructurales del capitalismo que están conectados con la tecnología. Sería incorrecto pensar que todos los demás factores que han dado forma al paisaje en el que se hace política se hayan vuelto obsoletos. Es importante tener clara la conexión de Silicon Valley con el Ejército norteamericano, que aún provee buena parte del dinero.
¿A Silicon Valley?
A Silicon Valley, a las startups, la robótica, la biotecnología, el reconocimiento facial…
¿Y esto qué implica?
Que el factor tradicional de análisis para explicar el mundo, que fue siempre la guerra, la militarización, no ha desaparecido. Silicon Valley actualmente representa a algunas fuerzas estructurales que fueron identificadas hace tiempo. La guerra, Wall Street… ¿De dónde viene todo ese dinero que se invierte en estúpidas startups? Es increíble ver que cualquiera que quiera crear una app en Silicon Valley pueda levantar 10 millones de dólares en una tarde. Hay que entender los cambios en la economía global. ¿Por qué se ha redirigido tanto dinero de la economía real, fábricas, inversiones en el sector productivo, hacia el capital financiero especulativo? Nuestros fondos de pensiones ya no se invierten en bonos del Estado seguros, sino en otros fondos que reinvierten en firmas de capital riesgo que reinvierten en startups. Se puede focalizar el análisis en Silicon Valley, pero hay que entender lo que lo hace posible.
Usted cursó estudios en una universidad con fundamentos ideológicos liberales, pero ¿influye de algún modo en su visión política el hecho de haber sido educado en Bielorrusia?
Bielorrusia no influyó demasiado en mi educación política. Es un lugar de Europa interesante porque ha conseguido congelar el tiempo. No niego las violaciones de derechos humanos y la falta de libertad de expresión. Pero congelar el tiempo, como modo de impedir la toma neoliberal de la industria, es interesante, los historiadores lo estudiarán. En cualquier caso, mi visión no tiene nada que ver con el hecho de haber crecido en Bielorrusia. Soy de izquierdas, pero de la izquierda consciente de los peligros de la centralización del poder y de la inflexibilidad.
Y ya en otro orden de cosas, los atentados de París han vuelto a despertar el viejo debate sobre los límites de la privacidad y los de la seguridad. ¿Cómo se sitúa ante esta cuestión?
La evidencia empírica muestra que es muy difícil decir que las técnicas avanzadas de vigilancia implementadas en Europa y Norteamérica desde hace tiempo hayan dado frutos. No vemos pruebas que sugieran que la capacidad de los servicios de inteligencia de monitorizar las actividades de terroristas o sospechosos conocidos, de gente que ha estado en el radar de los trabajos de seguridad, con leyes ya bastante permisivas, haya conseguido gran cosa. Así que no tengo motivos para creer que vayan a ser más eficientes si van por ese camino.
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