Heloísa Mendonça/Regiane Oliveira/El País
El Gobierno del presidente ultraderechista brasileño Jair Bolsonaro enfrentó el miércoles, con menos de seis meses en el cargo, la primera gran muestra de descontento popular hacia su mandato. Miles de manifestantes se echaron a las calles en Brasil para protestar contra los recortes anunciados en educación, de casi un 30%, y la marginación de la Sociología y la Filosofía en las aulas: “La educación no es gasto, es inversión”, defendieron los estudiantes, antes de que el presidente echara más leña el fuego al llamarles “tontos útiles”.
“Es natural [que protesten], pero la mayoría es militante que no tiene nada en la cabeza, que no sabe calcular siete por ocho ni la fórmula química del agua. No saben de nada. Son unos imbéciles que están siendo utilizados por una minoría que compone el núcleo de las universidades federales de Brasil”, declaró Bolsonaro, de visita en Dallas (EE UU).
Su particular guerra contra los estudiantes empezó a tomar forma a finales de marzo, cuando publicó un decreto informando de que congelaba casi 30.000 millones de reales (cerca de 6.600 millones de euros). El objetivo era adecuar el presupuesto y equilibrar las cuentas públicas de un país con la economía estancada y en crisis fiscal desde hace cinco años.
Sin embargo, al bloquear específicamente el 30% de los gastos no obligatorios de las universidades y más de 3.000 becas —poniendo en riesgo numerosas investigaciones—, el presidente brasileño y su Gobierno evidenciaron su guerra cultural contra las instituciones de enseñanza, a las que considera antros de izquierdistas; los estudiantes, profesores y defensores de la educación pública son enemigos.
La reputada universidad pública
En Brasil hay 296 universidades públicas y 2.152 privadas, pero son las primeras las más disputadas por su calidad y porque concentran la mayor parte de las investigaciones científicas del país. En ellas estudian casi 1,5 millones de estudiantes y trabajan 96.000 profesores.
Aunque Brasil gasta un 6% del PIB en educación, el gasto medio por alumno es un tercio de la media de la OCDE y sus resultados son aún pobres pese a haber mejorado.
Los recortes llegaron poco después de que el propio Bolsonaro tuiteara su intención de desviar parte de la financiación de las carreras de Sociología y Filosofía a lo que considera “carreras más productivas para el bolsillo del contribuyente”. El ministro de Educación, Abraham Weintraub, el segundo en ocupar la cartera en lo que va del año, también encendió la ira de los universitarios al anunciar, primero, que cortaría las subvenciones a las universidades que se han señalado por sus protestas. Y luego al echar mano de 100 chocolatinas para explicar los recortes en una retransmisión de Facebook junto a Bolsonaro.
“Los recortes tendrán efectos, así como tuvieron en otros Gobiernos, pero la insatisfacción de ahora es también por la falta de un plan concreto, en lugar de la serie de retrocesos y constantes mudanzas del Gobierno”, explica Priscila Cruz, presidenta-ejecutiva de la organización Todos Pela Educação.
La popularidad del presidente brasileño está en el 35%, es la menor de un mandatario brasileño en los primeros 100 días del cargo, y viene coleccionando críticas por sus medidas contra las minorías, la permisividad con las armas y sus políticas ambientales. A principios de mes, los exministros de Medio Ambiente de Brasil desde el fin de la dictadura también lanzaron una alerta a sus compatriotas y al mundo.
El caldo del descontento de quienes tomaron las calles el miércoles es, por ello, muy espeso y se vio en 26 Estados, en capitales y ciudades del interior.Para el sociólogo Paulo Silvino Ribeiro, las protestas tendrán impacto a medio y largo plazo en el Gobierno y en el país. “Lo que pasó evidencia la insatisfacción con un Gobierno que no tiene proyecto, es inhábil para lidiar con situaciones complejas y, por su naturaleza ideológica, tiene mucho potencial para crear nuevas crisis”, afirma.
Todavía es temprano para estimar si las manifestaciones serán duraderas como ocurrió en 2015, cuando pedían la salida de la presidenta Dilma Rousseff. O antes, en 2013, cuando miles de personas contestaron en las calles el aumento de los precios de los transportes públicos, el inicio del desgaste de Rousseff. El estancamiento de la economía y el desempleo, que afecta a más de 13 de los 209 millones de brasileños también preocupa al Gobierno.
Bolsonaro concentra ahora sus esfuerzos en aprobar la reforma de los jubilados para ajustar las cuentas públicas y animar a los inversores. Sin embargo, el desgaste en las calles ya revela que su base en el Congreso también está rota: este miércoles, el ministro de Educación fue convocado por sus correligionarios para explicar los recortes.