Trump y el Estado policiaco global

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Carlos Fazio/La Jornada

En muy corto plazo, la guerra de migrantes por aranceles desatada el 30 de mayo por Donald Trump derivó en una grave crisis humanitaria en México. Y de manera vertiginosa, también, la imagen progresista y humanista del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se trasmutó en la de un país que opera como un módulo más del Estado policiaco global, como característica principal del capitalismo actual, asentado en sistemas cada vez más ubicuos y omnipresentes de control social de masas y humanidad superflua mediante la represión estatal y guerras difusas, como forma militarizada de acumulación de capital por despojo.

Más allá de la narrativa populista, el “neoliberalismo con esteroides” de Trump (William I. Robinson dixit) es una respuesta clasista de la ultraderecha a la crisis de legitimidad del sistema, que descansa sobre un mensaje nacionalista y proteccionista de corte neonazi, dirigido, en particular, a generar emociones y movilizar al sector más reaccionario de su electorado blanco, anglosajón y protestante (WASP, por sus siglas en inglés), que en 2016 resultó deslumbrado por el narcisismo, el rostro rosado, la gorra roja y el grito de campaña “America first!” del actual inquilino de la Casa Blanca.

Entonces como ahora, la fanfarronería imperial y el discurso supremacista blanco y xenófobo de Trump −que criminaliza al otro, ese extranjero− están dirigidos a despertar el sentimiento antimexicano y antinmigrante en ese sector de trabajadores estadunidenses perjudicados por el TLCAN, para que canalicen su temor e inseguridad hacia una conciencia racista de su condición; lo que alienta la reproducción de milicias privadas, organizaciones fundamentalistas de todo tipo y grupos de vigilancia antinmigrantes.

En la coyuntura, la retórica de”construir el muro” y el fuerte incremento de las redadas y las detenciones de personas sin papeles que huyen del horror, la persecución y la violencia criminal (delincuencial y estatal) forman parte de una estrategia más amplia para desarticular en EU a las llamadas “minorías” en resistencia. A lo que se suma la necesidad de la economía estadunidense y la clase capitalista trasnacional de remplazar el actual sistema de superexplotación de la mano de obra indocumentada con un masivo programa de “trabajadores con visas”, que sería más eficaz en conjugar la superexplotación y nuevas formas autoritarias de disciplina laboral con la vigilancia en masa y el supercontrol social.

De allí la guerra (no) declarada de Trump contra los inmigrantes, los refugiados y las pandillas (los bad hombres), que se combina con la construcción de muros fronterizos, cárceles y centros de detención de inmigrantes (lucrativos negocios todos) incluso fuera de EU, como es el caso de México en la coyuntura. Un sistema concentracionario que se va gestando a la par del surgimiento de una cultura neofascista mediante la militarización de sociedades enteras, la xenofobia, la misoginia y la imposición de una ideología que abarca una supremacía racial/cultural que normaliza la guerra, la dominación y la violencia social.

Pero la cultura militarista y masculinista de Trump viene de atrás. Las políticas de Hitler se inspiraron en el racismo institucionalizado de EU y el pragmatismo del derecho consuetudinario; en Mein Kampf, el futuro führer alabó las restricciones de EU a la inmigración. Los nazis consideraban a EU modelo para la raza blanca, un imperio racial nórdico que había conquistado una ingente cantidad de lebensraum (“espacio vital”). Rasse y raum −raza y espacio vital− eran para los nazis pala­bras claves tras el triunfo de EU en el mundo. Los nazis veían a los judíos, los zíngaros, etcétera, como inferiores, igual que los sureños blancos veían a los esclavos negros y sus descendientes como una “raza extranjera” de invasores que amenazaba con “tomar la delantera”.

Asimismo, y a la luz de la historia, el magnate especulador inmobiliario de Nueva York no habría llegado a la Oficina Oval, si antes el senador republicano Barry Goldwater no sentara las bases del neoconservadurismo extremista de estirpe racista que abrazaría después Ronald Reagan. El eslogan Make America great again fue creado y usado por primera vez por Reagan en 1980. Por lo que Trump no es una falla crítica del sistema, sino la culminación de ese proceso.

Como dice James Petras, Trump está completamente integrado en la estructura más profunda del imperialismo estadunidense; durante su mandato las “instituciones permanentes” del Estado se han mantenido sin cambios. A pesar de sus ocasionales referencias a la no intervención en guerras en el extranjero, Trump sigue los pasos de sus predecesores. Sus diferencias con Barack Obama se limitan al estilo y la retórica. Con su demagogia pseudoprogresista Obama expulsó a una cifra récord de trabajadores mexicanos (2 millones en ocho años); Trump ha continuado la senda prometiendo aumentar las deportaciones. Pero inmigrantes y refugiados son producto del cambio climático, de la depredación ecológica, de la acumulación de capital por despojo. Y de las guerras directas y encubiertas de Obama; de sus políticas de “cambio de régimen” que provocaron desplazamientos forzosos, la muerte de millones de civiles y miseria por doquier. Obama derramó la sangre y a Trump le toca “arreglar el caos”. México no escapa a esa lógica.

Fuente: http://www.jornada.com.mx/2019/07/01/opinion/016a2pol#texto

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