La energía solar ilumina las profundidades de la sierra mexicana

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Alrededor de millón y medio de personas vive sin luz en México. La energía fotovoltaica emerge como la única opción para cerrar la brecha.

 

Jon Martín Cullell/El País

Es 2019 y en casa de Andrés Morales por fin se ha hecho la luz. Clic seco de interruptor y una bombilla solitaria se pone a alumbrar lo que antes eran sombras. “Está fuerte”, dice el campesino sobre la nueva claridad color amarillo. Hasta hace poco, la oscuridad imperaba en Zicuilapa, la aldea donde vive en la Huasteca potosina, una región al norte de México famosa por su geografía rugosa e inaccesible. Al anochecer, apenas alcanzaba a distinguir el rostro de su esposa Emétira y el tenedor tenía que adivinar los contornos del plato de frijoles. La instalación de un panel solar en el tejado ha levantado el velo. “Echamos un sueño y despertamos con luz”, explica. “Ya no tenemos que batallar”.

Pese a que el 99% de los hogares mexicanos tiene acceso a la red convencional, todavía hay alrededor de millón y medio de personas sin electricidad, generalmente en los lugares más recónditos del país. Para ellos, la energía solar es prácticamente la última opción. México reúne todas las condiciones. El 85% del territorio recibe radiación solar óptima, ya hay 87.000 hogares que usan paneles particulares y existe margen para cuadruplicar la generación en los próximos dos años, según estimaciones del sector. Solo falta que se abra camino hasta las profundidades de la sierra.

Para llegar a Zicuilapa hay que bajar una cuesta desde la carretera, atravesar un puente colgante que se bambolea sobre el río Ajamac y bordear su orilla entre ceibas y lianas. A medida que uno avanza, la presencia eléctrica retrocede. Como líder comunitario, Andrés Morales coordina las batallas de este pequeño señorío, que se vuelve casi isla cuando las aguas torrenciales crecen hasta bloquear el acceso. Desde finales de los noventa, este campesino de 71 años, de andar seguro e inseparable sombrero vaquero, ha luchado por traer la luz, una cuestión de supervivencia para la decena de familias que vive allí. La desconexión ha hecho pinza con la falta de oportunidades y la pobreza; los jóvenes quieren trabajo, escuchar música y recargar celulares. Por todo ello, muchos han decidido emigrar.

Morales desenreda el nudo de una bolsa de plástico donde guarda una carpeta, marrón por el paso del tiempo. Con cuidado, como si se tratara de un tesoro, despliega sobre una mesa de madera un fajo de documentos de hace más de una década. Son peticiones a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), la empresa pública encargada de suministrar corriente a la población mexicana. Calcula haber peregrinado unas 50 veces a sus oficinas, sin éxito. “Hablamos con gente grande, licenciados. No lo logramos. Promesas y promesas pero nada”, recuerda en un español cerrado. “Nos decían que por el río no podían, que se iban a apachurrar los operarios con los postes”.

Durante esta espera interminable de postes que no llegan, la población afectada sufre las consecuencias. Las familias no tienen refrigerador para almacenar alimentos y utilizan carbón o leña para cocinar, una práctica nociva para la salud -es el caso del 11% de hogares mexicanos, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) para 2018-. También se hace notar en el bolsillo. Las familias pueden llegar a gastar alrededor del 10% de sus ingresos en velas, pilas para linternas y diésel para quinqués.

Cada domingo, Clara Gregorio, vecina de 42 años de la Huasteca potosina, va al pueblo más cercano para comprar de qué alumbrar el rancho en el que vive, una construcción de dos habitaciones y techo de lámina. Cuando se levanta a las cuatro de la mañana para hacer tortillas de maíz, empuña la linterna que guarda bajo la almohada. En la cocina, de paredes ennegrecidas por el humo, enciende una vela y la coloca dentro de un vaso con la imagen de la Virgen de Guadalupe y un lema: “La luz de tu fe”. Los rezos, en su caso, todavía no han pagado con luz real. “De noche no vemos bien lo que comemos”, explica. “Nos acostamos entre ocho y nueve y la noche se hace larga. Una se cansa de estar en la cama”.

Clara Gregorio sujeta una lintera, en su casa en la comunidad de El Jobo.
Clara Gregorio sujeta una lintera, en su casa en la comunidad de El Jobo. Teresa de Miguel

El aislamiento hace prácticamente imposible extender la red eléctrica a ranchos como el de Gregorio. Mucho esfuerzo para poca gente. En el caso de Zicuilapa, las torres de una línea de alta tensión recorren las cumbres cercanas y se pueden ver desde la huerta de naranjos de Morales, pero no se detienen. Van en dirección al Estado de Querétaro, uno de los nudos industriales del país. El problema es bajarlas, según Gerardo Arroyo, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). “Es difícil encontrar el presupuesto porque tienen poblaciones reducidas”, explica. “Es diez veces más barato poner un panel que extender un cable desde la red convencional”.

En Zicuilapa, la empresa Iluméxico ha instalado un panel solar de 325 MW por casa, sobre el techo o en el patio de las gallinas. Con una inclinación de 18 grados y orientada al Ecuador, la batería genera suficiente energía para soportar cuatro bombillas y un refrigerador pequeño. A cambio, Iluméxico cobra una horquilla de entre 80 y 250 pesos mensuales a los hogares -la instalación cuesta 40.000 pesos por panel, unos 2.000 dólares-. Iberdrola, una de las líderes en energías renovables con una fuerte presencia en el país, está colaborando en la instalación de paneles en otras 30 comunidades rurales de la región.

La llegada de la electricidad ha revolucionado la vida de la aldea. Por las tardes, los nietos de Andrés Morales se quedan embobados mirando películas de Disney frente a un televisor de segunda mano. Mientras, en una vivienda cercana se escucha un rugido de watts; una vecina prueba el poder de su nueva licuadora para hacer una salsa de tomate. Lo único que tienen que hacer Morales y sus vecinos es pasar un trapo húmedo una vez al mes para quitarle el polvo y asegurarse de que ninguna rama traviesa entorpezca los rayos de sol.

Pero la luz no lo es todo. El profesor Rigoberto García, del Colegio de la Frontera Norte, defiende que el combate a la pobreza energética pasa por un abanico de políticas. “Tener electricidad no significa que la población disfrute de los servicios energéticos”, dice. “Las viviendas se han construido con los mismos materiales sin tener en cuenta las condiciones climáticas. En regiones cálidas, un 30% de las casas carece de condiciones térmicas mínimas o de sistemas de ventilación apropiados”. La posesión de electrodomésticos es otro ejemplo. Aunque el 99% de los hogares mexicanos tiene electricidad, un 12% no cuenta con refrigerador, según datos del Inegi.

En casa de Andrés Morales los lujos de la vida con enchufe y bombilla irán llegando poco a poco. Cuando anochece no enciende la luz por falta de costumbre y los interruptores están cubiertos por una cajita de cartón que él ha diseñado a modo de protección. “Los niños juegan y a veces los quiebran”, asegura. Su esposa quiere un refrigerador para guardar los tomates y el queso y él, una televisión. “Una de esas, cómo se llama, de plasma”, apunta. “La pondremos allí para ver desde la cama a Andrés Manuel [López Obrador, presidente de México] ¿no? Dicen que a cada rato pasa”.

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