Diana Baccaro/Clarín
Tiene 23 años y recorre todos los días la villa 1.11.14, la más grande de la Ciudad, para detectar posibles casos de coronavirus. Mirá cómo trabaja.
Victoria Pretti no puede abrir sus brazos en cruz en este pasillo de la Villa 1.11.14, la más grande de la Ciudad. Y no puede porque el pasillo es tan angosto que los codos se le doblan en cuanto apoya las manos contra las paredes.
En este rincón del mundo, el distanciamiento social es una utopía. Por eso, cada vez que suena el despertador a las 7 de la mañana en su departamento de Caballito, Victoria mira al cielo y pide que por lo menos no llueva. Porque si a la oscuridad de estos corredores finitos como fideos se le suma algo de barro, entonces su faena diaria sería todavía más difícil.
“¿Y hoy también tenés que ir, nena?”, escucha Victoria del otro lado de la línea mientras apura el desayuno. Y sí. Hoy también. Su mamá, aterrada, le pide que se cuide, que no se olvide el alcohol en gel, que se ponga doble barbijo y, claro, que mantenga “la distancia social”, como si fuera tan fácil. Pero a Vicky nada la detiene: el alma se le escapa del pecho. Son las 8 y ya es hora de ir a golpear la puerta del virus.
El punto de encuentro es “la cancha de los paraguayos”, en la manzana 17. Allí la espera una delegada del barrio y una promotora de Salud del gobierno porteño con termómetro en mano. Hay que visitar 11 viviendas con posibles casos de coronavirus.
“Buenos días, ¿usted es Eugenia?”, pregunta Victoria, parada bajo un cielo negro de cables enredados. El ritmo lejano de una cumbia se cuela en la conversación que durará apenas unos minutos.
Eugenia dirá que no tiene ningún síntoma, que llegó ahí el miércoles para cuidar la casa del dueño que fue internado el martes y que no tuvo contacto con el enfermo. Victoria no se conforma: ordena tomarle la temperatura. Negativo.
La delegada barrial aclarará después que es “muy común” que un vecino se quede viviendo en la casa de otro para que no la ocupen o la desvalijen.
Ahora es el turno de la manzana 13. Alguien había dado la alerta: una mujer y sus tres hijos tienen tos seca y fiebre. El papá de los chicos quedó internado el domingo con coronavirus. Después del chequeo familiar, Victoria llama al “coronabus” (así le dicen al micro naranja que recorre la zona) y pide trasladar a toda la familia al club San Lorenzo.
Frente a la Platea Sur hay un enorme container color celeste: es la Unidad Sanitaria Móvil del Ministerio de Salud de la Nación. Hasta el mediodía ya se habían atendido a 31 vecinos con síntomas.
Detrás de su máscara protectora, los ojos negros de Victoria se abren como portones. Se nota la coquetería de sus casi 23 años en el rímel ligero que alargan las pestañas. Estudia psicología social y trabaja en el ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad. Es radical, aunque sus padres -ambos docentes- son militantes peronistas.
“Yo soy la oveja negra de la familia, pero al fin de cuentas todos somos militantes sociales”, se justifica con una sonrisa. Y cuenta que se enamoró tanto de la Franja Morada como de su novio, un fan alfonsinista con el que convive hace un año en un departamento alquilado de Caballito.
Desde allí salió esta mañana de sol frío rumbo al Bajo Flores, un asentamiento de más de 30.000 habitantes que conoce muy bien por haber participado en talleres de igualdad de género y violencia familiar.
“El lunes pasado cambió mi misión: ahora voy puerta por puerta buscando al maldito coronavirus“, dice, y se ríe de su ironía. O no tanto: sabe que de los 178 casos positivos registrados en la Ciudad entre el miércoles y este jueves, 132 se confirmaron en barrios vulnerables. Es decir, casi el 75%. Mientras recorre el lugar se conoce la muerte de otro vecino.
Desde la radio de un local que vende “tres barbijos x 100 pesos” se escucha al ministro de Salud porteño, Fernán Quirós. Dice que el coronavirus contagia el doble ahí que en el resto de la ciudad porque “es imposible el distanciamiento social”, única herramienta efectiva para detener la propagación del Covid 19.
Feminista, pañuelo verde y “perruna”. Así, en ese orden, se define Victoria mientras su compañera le toma la temperatura a una mujer boliviana que ofrece golosinas detrás de la reja de una ventana.
En su perfil de Instagram, la presentación es otra: “Atravesada por los grupos. Siempre con el otro”. Entre sus series favoritas, elige a la inglesa “Sex Education” y “El cuento de la criada”. En música apunta al reguetón.
Frenar los contagios. Ese es el objetivo del plan Detectar que comenzó el lunes pasado en el barrio Padre Riccardelli (nombre formal de la villa). Ese primer día se entrevistaron a 80 familias y se hicieron 9 hisopados con 8 positivos. El jueves, de 66, 17 dieron positivo.
La estrategia es la misma que se usa en la villa 31. Los vecinos que presentan síntomas o que hayan tenido contacto estrecho con contagiados son sometidos al test de PCR, la técnica utilizada para hacer el diagnóstico. Los pacientes son llevados primero al móvil sanitario de San Lorenzo: los que tienen síntomas leves van a un hotel; el resto, al hospital.
El sol ya dio toda la vuelta sin filtrar un sólo rayo entre los paredones apretados del barrio. Pero aún brilla en la “cancha de los paraguayos”, de unos 50 metros de largo por 20 de ancho, donde estacionan algunos autos nuevos sobre el cemento desparejo.
Alguien avisa en voz baja que son “de los textiles” (los dueños de los talleres de costura, que trabajan mucho y ganan bien “porque no pagan luz”).
A las seis de la tarde, cuando abra el comedor comunitario, una larga fila ocupará cada centímetro de esa canchita. Y los gendarmes que recorren el lugar se ocuparán como pueden de hacer cumplir el distanciamiento social.
A esa hora Victoria ya habrá regresado a su departamento de Caballito, para tranquilidad de su mamá que la volverá a llamar para preguntarle si mañana también tiene que volver a la boca del lobo. Sí mamá, le dirá. Al virus hay que ir a cazarlo antes de que nos coma a todos. Casa por casa, puerta a puerta.
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