Las preguntas más frecuentes de los visitantes se repiten ante el gran mural del pintor malagueño en el Reina Sofía. Pocos cuadros marcan tanto un museo. Cada día, un cónclave mundial se reúne ante la obra maestra en Madrid.
Jesús Ruiz Mantilla/El País
Cada mañana, al despertar, el Guernica se viste de Guernica. Se levanta, se lava, desayuna, se arregla y esparce sobre la tela de sí mismo al toro, al caballo, a la madre con el niño en brazos… Enciende la luz con espinas, prende el candelabro sujetado por aquella cabeza que sale de la ventana, cuida especialmente a quienes sucumben y agonizan, muestra el relieve del horror, la geometría exacta de la masacre…
Le guste o no, haya aprovechado debidamente el descanso o bien prefiera que lo dejen tranquilo, debe salir a exhibirse. Para alertar, para concienciar, para no dejar indiferente al mundo. Lo exige su condición de símbolo. Es su deber. Para eso fue concebido. Por eso muestra hoy discretamente sus heridas después de tanto traslado, de algún que otro ataque por parte de fanáticos, de una historia de diatribas y un merecido viaje definitivo a casa, hacia España, aquel 9 de septiembre de 1981, desde el MoMa de Nueva York, tras toda una vida de exilio desde que fuera creado por Picasso en 1937.
De vez en cuando, el equipo médico que lo trata lo somete a un chequeo. Auscultan sus 7,75 metros de ancho por 3,50 de altura para comprobar que todo sigue en orden. Arrastra sus achaques, pero se trata de un enfermo estable, comentaban tras un examen largo, al que lo sometieron en 2008.
Tanto sufrimiento, tanto tumbo, no ha restado un ápice a su dignidad. Solo entrar a contemplarlo produce temblores… Siempre. Un miércoles de otoño, la sala del Reina Sofía, desde las 10 de la mañana, apenas encuentra respiro. El Guernica no queda nunca solo. Aunque en ningún caso lo puedan acompañar más de 70 personas. Un aforo adecuado para que la visión resulte limpia desde cualquier ángulo. Sin aglomeraciones.
Dos vigilantes lo custodian sistemática y pacientemente. La línea que lo separa del público se coloca a dos metros. No es aparatosa, pero las alarmas saltan si alguien, por despiste, la traspasa. La perspectiva juega su papel regulador y los visitantes se alejan algo más allá, hasta los casi cuatro metros, de manera natural, para encajar en los ojos una visión completa. Impone tanto… nadie quiere perder detalle. Lo devoran y lo digieren por partes. Lo someten a una radiografía espacial y temporal. Abandonan la sala y regresan. Lo merodean entre sobrecogidos e inquietos. En grupos, con la consiguiente explicación de los guías o profesores, en pareja o a dúo, entre discretos cuchicheos y solitariamente también, cómo no, en silencio.
La sala en cualquier circunstancia es un resumen del mundo. Un babel de miradas que exclama su asombro en distintas lenguas a la vez y adonde de vez en cuando se acercan supervivientes del bombardeo junto a familiares. Si realizamos una encuesta de nacionalidades, en 10 minutos preguntando alrededor, nos sale una cifra equivalente al cronómetro. 10 países también, para justificar la ecuación de su propio carácter universal: Francia, Italia, Reino Unido, Honduras, Polonia, Holanda, Argentina, Canadá, Estados Unidos, España…
Los turistas japoneses apenas han regresado desde la pandemia. Llegaban en grupo, pero no podían sacar fotos. Hubo una época en que sí. Ahora vuelve a estar prohibido y es la pesadilla de quienes custodian el cuadro. “No photos, please”: la frase que más se pronuncia en la sala por parte de quien lo vigila en turnos diferenciados. Aun así, varios lo consiguen, disimulada o descaradamente. Por empeño o por desconocimiento, algún clic siempre se escapa.
Luego llegan las preguntas. Que si lo que se muestra en el museo es el original o una copia, que cuánto mide, que por qué Picasso no lo pintó en color… Quizás a las figuras les hubiera gustado otro vestuario, otra piel, pero nadie conoce con certeza qué llevó al artista malagueño a decidirse por esa dimensión cromática, la grisalla que curiosamente resultó un verdadero acierto cuando lo creó en su estudio parisino de la Rue de Grands-Augustines, número 7, vigilado y documentado por las fotografías que le sacó entonces Dora Maar. Quizás pesara en él el hecho de que, durante aquella época, los impactos del horror corrían en las páginas de los periódicos, los primitivos documentales y el cine, sin haber alcanzado aun otras gamas. La realidad se representaba en esa paleta tricolor: blanco, negro, gris. La sangre, el fuego, las quemaduras, la destrucción y la ruina, aun matizada, no disimulaban tampoco así su dramatismo, su urgencia ni su impacto en esos tonos.
Colores se ven alrededor. En las salas que lo rodean con piezas de Dalí, Maruja Mallo, Ponce de León, Rosario de Velasco, Rafael Pellicer, Modesto Ciruelos… o en el espacio que lo antecede y que los responsables del museo que dirige Manuel Borja-Villel han dado en llamar Las paredes hablan, con carteles, periódicos y revistas que clamaban consignas como auténticos órganos de propaganda en medio de una época donde la polarización llevó al desastre. El Guernica viene de ahí. ¿Qué es, si no, también, un panfleto? Pero elevado a categoría de arte. He ahí la diferencia. El toque del genio. Punto.
Picasso, en una escalera de su estudio parisiense de la Rue des Grands-Augustins, mientras pintaba el ‘Guernica’. Realizó la obra entre mayo y junio de 1937, y el proceso fue fotografiado por Dora Maar.
Y se ve. No solo en el resultado. También en el proceso, a lo largo de todos esos bocetos donde nacen, se transforman, crecen y se desechan figuras hasta pasar a la fase final. A la tela, que es esa ceremonia imponente, poderosa y expuesta a diario. Capaz de atraer masas de todo el mundo para contemplarla como santo y seña desde que se expusiera por primera vez en el pabellón español de la Exposición Universal de París celebrada en 1937, mientras el país vecino se desollaba en plena guerra civil. Aquel grito de auxilio de la II República, asediada y en combate, dentro de un frente exterior en que se eligió el arte por bandera, trataba de alertar también sobre el apocalipsis que amenazaba Europa. Un aviso que no encontró eco.
Ser obra maestra supongo que cansa. Pero si a eso le añadimos otros factores y una simbología que cae en el vacío de los oídos sordos, supongo que agota el doble. La dama oferente señala el camino. La escultura de aspecto bonachón creada por el artista en 1934 es lo único que las figuras del Guernica ven cada día de frente. Conviven bien avenidos en una íntima correspondencia de parentesco sin broncas ni altercados. Se han echado de menos durante los meses en que la pieza fue trasladada el año pasado al Centro Botín, de Santander, para la exposición Picasso íbero. Al volver, la mujer seguramente habrá contado a sus familiares cosas del viaje, impregnada del salitre que le ha dejado la bahía.
El Guernica ya viajó lo suyo. No se mueve desde el último traslado en Madrid, del casón del Buen Retiro al Reina Sofía. Tampoco siente nostalgia de sus vaivenes, ni de las incomodidades que padeció como tela enrollada entre el cargamento de barcos y aviones. Se siente a gusto ahora sedentario, con domicilio fijo, cumpliendo su destino. Aunque también, por qué no decirlo, algo desolado e impotente cuando a alguno de los visitantes se les escapa un comentario sobre lo que está pasando, sin ir más lejos, en Ucrania.
Guerra en Europa. De nuevo. Puede que también por eso, el Guernica a menudo se desperece en medio de un impulso de indignación y afronte su propio sentido del deber. Su obligación a la hora de reforzar conciencias y clamar con fuerza un grito que a muchos les ha parecido escuchar estos días mientras lo contemplan: ¡Paz! ¡Os lo suplico! ¿O es que no habéis aprendido nada?.
Este reportaje interactivo forma parte de un especial por el 50 aniversario de la muerte de Picasso que EL PAÍS publica este domingo 23 de octubre.
https://elpais.com/eps/2022-10-22/es-una-copia-o-el-autentico-guernica-por-que-no-lo-pinto-en-color.html